Aeropuertos, sudokus, amores de otras épocas

Un relato sobre las distintas formas de compasión.

Aeropuertos, sudokus, amores de otras épocas
Photo by Bozhin Karaivanov

En el aeropuerto, la autocompasión hace equilibrio para aparecer.

El taxi hacia allí tiene tarifa fija, así que pasajeros envueltos en sí mismos le piden al conductor que procure no contarles su vida si no es estrictamente necesario. Los padres arrastran a sus hijos a abismos de letras y números que se encuentran en la otra punta de un edificio sin sentido. Este, kilométrico, se construye sobre la marcha en actualizaciones de una necesidad turística creciente, balbuceando al mismo tiempo que quién lo cruza, y nunca se explicita la lógica de un lugar en el que para un niño, el sentido común brilla por su ausencia. Como corolario, carteles en varios idiomas hacen de señal luminosa, dejando escapar los matices del lenguaje para fomentar un general guiado.

La existencia se mira de canto y parece más que suficiente. A menudo, solamente la semana por llegar parece inabarcable.

Un padre empuja a sus hijos a ir más rápido, con golpecitos leves en la superficie de sus maletas. Los chavales, de ocho y once años, experimentan un aeropuerto por primera vez. Se les han contado maravillas sobre los vuelos, la parte emocional de un proceso mágico. La parte previa, no obstante, tenía el cariz de nube gris sobre la que faltaba información. Eso están descubriendo de su mundo: pueden pensar en lo novedoso, pero lo rodean trámites desconocidos. El dinero lo entienden, pero, ¿los impuestos? Una cosa está clara: si no preguntas, no descubrirás.

Lo que saben es sencillo, encapsulado: en algún momento alguien les subirá a un avión, tal y como imaginaba el pequeño de los dos, estarán ellos dos solos junto con su papá con todo listo para surcar el cielo. Hay una gran emoción escondida en lo que aún no se conoce. Tiempo al tiempo, enuncia, adaptado el lenguaje a su edad y a su entendimiento. Todavía no estamos en el avión, sino en esta parte ininteligible que parece ser la que conforma el paso previo. No entiende por qué su padre tiene tanta prisa, no entiende el mal tono, ni las leves patadas sobre la maleta de su hermano. No solo es una primera vez en el vuelo, si no una primera vez experimentando a un padre que pierde los nervios por minutos, con un tono sarcástico al que no están acostumbrados.

El padre se habla a sí mismo con un tono directo e hiriente. «Vas a perder el vuelo, nunca llegas a tiempo. Estás malgastando recursos, espabila.» Quiere a sus hijos, por supuesto, pero no es tiempo ahora de ser comprensivo. Luego lo será. El tiempo se acaba y las puertas G46 parecen estar igual de lejos que hace cuatro minutos, a pesar de que en los carteles que vieron hace un rato les han hecho sudar y adelantar viajeros de malas maneras. Cada dos minutos recorren tres, pero tampoco eso les hará llegar a estar tranquilos. Es difícil estarlo completamente.

Santi está sentado en las butacas de espera de las puertas G46, viendo pasar a la gente. Lleva sentado media hora prudencial y todavía resta un rato de espera hasta que el embarque se abra para él — como si fuera protagonista del vuelo — y sus asqueados compañeros de viaje, que miran a las pantallas sabiendo que en cualquier momento el retraso del avión se convertirá en un parámetro objetivo. Respira conscientemente, se le resiste la motivación, pero trata de no culparse por estar inquieto. Los compañeros de universidad de Santi se embarcan en un viaje de ocio para celebrar que han terminado el máster, habiendo elegido Viena como destino por su disponibilidad de planes baratos.

Nada hay planeado allí, el abanico es amplio. Museos o fiesta, beber hasta caer rendidos o teatro. Borrachos o culturetas, el diagrama de Venn de la gente con recursos. Pasear, escuchar, ver. Acelerar o correr a prisas. Los cinco sentidos, las seis marchas.

Santi es, por lo general, paciente, aunque nunca es la cuerda de uno ilimitada. Ayuda a un chico de su grupo a mover sus cosas formando un fuerte alrededor de su grupo, en el que el suelo vendrá a recogerles. Su maleta es como el rellenar de libros una estantería antes de moverla durante una mudanza: algo que no habían previsto, pero que pesa. Santi se entretiene con un sudoku en una incómoda butaca que chirría si él se mueve, apretando su cuerpo contra ella mientras analiza la columna en la que solo faltan un tres y un siete. Abstraído en un pensamiento que dibuja los límites a cada fila, columna y recuadro, trata de perder la noción del tiempo sin proponerse pensar en ello. Faltan muchos treses y sietes en su juego, todavía no hay manera de dilucidar el siguiente. Quizá el descarte de otras figuras le permita situar algo en un hueco vacío, y desde ahí, deducir qué puede y qué no situarse en donde busca. Relaja el foco, respira y piensa con el cuadrado de 9x9 delante. No hay prisa ninguna por el tres o el siete, todo llegará a su debido tiempo. «Fíjate en el siguiente paso que pueda darse», se dice. La solución general cubrirá la particular.

En Viena vive Teresa, el crush más antiguo de su infancia y también el que más hondo le caló. Se conocieron jóvenes, conectaron bien, tanto como entes sinérgicos que se confunden integrándose en las palabras de la historia que el otro narra. El tiempo en ciudades distintas les separó, hasta que el erasmus de Teresa la llevó durante un año a vivir en la misma ciudad que Santi. Ella, que era algo mayor, había hecho gala de revisar su persona y personalidad hasta conocerse y afianzar los rasgos que la definían. Santi, que siempre fue un poco más pequeño y esquivo, jugó su cartas al contrario. Con gran potencial que proyectar, aprendió y creció como persona, sintiendo que en algún momento necesitaría pararse a afianzar lo que sabía de si mismo, pues las experiencias que le moldeaban se superponían hasta ser suplementarias. Esa sensación de no haber parado a asegurar terreno sería una constante en él durante los años venideros.

El año en la ciudad natal de Santi les hizo volver a conectar. Hay gente que dice que entre almas que se entienden no pasa verdaderamente el tiempo: esto tiene un cuarto de razón y otro de historia que queremos creernos. Es cierto que Teresa y Santi se entendieron desde el primer momento y que su forma de navegar entre las historias pareció volver a un punto de entendimiento que nunca dejó de estar donde se aparcó hacía años. Pero las experiencias, las decisiones, los pecados… eso es otra historia, toda ella apilada por fascículos que se convertirían en aprendizaje. El tiempo cierra puertas para todos, y uno se habla a sí mismo con dolor acumulado según se perdone el ser en quién se ha convertido. Puedes conectar con alguien y no creerte su discurso sobre sí misma. Teresa se decía que tenía prisa, que perseguía algo, y habría sido el perfecto ejemplo de correr descabezada por el aeropuerto culpándose de los incordios de última hora que no le habían hecho llegar puntual. Quizá por eso Santi respire hondo antes de lanzar sobre sí mismo ese discurso juicioso.

Durante ese año, fueron amigos hasta desarrollar una breve historia de amor. El atrevimiento jugó su parte en la dinámica, e hizo falta insinuación y una demostración de afecto activa que se escapaba a toda amistad. Poco después de engancharse en una conversación sin salida, anestesiados por el efecto de sus propias palabras, uno de ellos propuso abandonar la fiesta en la que estaban para dar un paseo hasta su casa. La hora de paseo se convirtió en dos horas, y aun sin detalles que recordar en una narrativa cliché, las frases de la conversación dejaron una huella de profundidad infinita. La tarde se convirtió en noche, la fiesta en una fiesta privada, una noche juntos en un fin de semana entero, donde el sabor de su piel se desembaló superficial hasta perderse de tanta fricción.

Poco después, dejaron de verse para siempre. Ella se fue a Viena al año siguiente, y Santi se enteró de casualidad, poco antes de viajar allí con sus compañeros. Recuerdos atañidos a experiencias hacen que, fruto de la necesidad de sentir, quiera volverse a un pasado que solo promete recrear en la memoria los mismos horrores más vívidamente. Recordar es una trampa: solo se sopesan las emociones con una segunda opinión del mismo sesgo.

Santi ha sacado finalmente uno de los cuatros de los del margen izquierdo — cuadrado inferior — , haciendo galantería de toda su inteligencia. Se acaba de aplaudir por ello, cerrando el cuadernillo de sudokus de un euro, chocando las manos y volviéndolo a abrir. Da un último sorbo a un café de la máquina del aeropuerto, del que los efectos secundarios podrán causar temblor de carácter desconocido, provocando inquietud en sus manos dispersas, que no saben dónde posarse ya. Acabar la tarea será un reto largo que dará pistas de quedarse estancado: él ya ha estado aquí, con números distintos mirándole a los ojos. Algunos de ellos se han resistido días, pero no ha habido estrategia que una mente descansada y un vídeo de tácticas de Youtube no haya aplacado con convicción.

Extenuado, el padre que cargaba dos mochilas y una maleta acaba de llegar a la puerta para sorpresa del grupo de jóvenes que acompaña a Santi. Él y sus hijos acaban de ver cómo la hora de vuelo ha cambiado y por un momento, antes de lanzarse a un discurso de idiotización, se han sentido aliviados y podido respirar. El padre se sienta y traza el plan para cuando lleguen: coger un taxi, ir al hotel, dormir al menos ocho horas. Quiere enseñarles a los niños esa ciudad, pero el cansancio hace mella en su ánimo. Ellos no se dan cuenta del privilegio en el que viven: son la primera generación de su familia con acceso a vacaciones pautadas, un padre que trabaja sin que le exploten y un coche de leasing. Su padre piensa que deberían ser agradecidos con lo que tienen. ¿Cómo explicarles el esfuerzo que cuesta llegar hasta aquí?

Los niños, por su lado, acaban de caer en la cuenta, mientras hablan entre ellos, de que el avión no se ha marchado sin ellos. Qué alivio, piensan, imaginando una simple avioneta en la que nadie de los que espera en la G46 les acompaña. El pequeño lo celebra tirando de los pómulos de su hermano, dándole un beso poco calibrado luego. El mayor frota su cabeza y le pide que cierre los ojos. Le cuenta una historia inmersiva, entonces, de cómo el avión despega a mil kilómetros por hora, mientras le sacude y se hacen reír.

Teresa quiso seguir con su relación de amistad, sin compromiso asociado al haberse empezado a desvelarse en la intimidad, añadiendo esta última parte a la ecuación de sus vidas ajetreadas. Santi aceptó al principio, ilusionándole esa nueva idea de poder tener la parte que ansiaba junto con la supuesta libertad a la que estaba acostumbrado. La diversión de un nuevo modo de juego al lado de su amor platónico, junto con la facilidad de una mecánica conocida. Un sudoku especial para los domingos, nada disruptivo, llevado al terreno que su mente controlaba. Poco después, para su pesar, la presión alcanzó el valor límite de su tensión superficial, y la comunicación empezó a dejar que desear cuando la libertad se convirtió en falta de tacto. Cuando el tema era conflictivo, Teresa decidía no contestar, y no es que Santi actuase mejor. Finalmente, cuando a ella le surgió un trabajo en Viena, la conversación que tuvieron se le quedó a él grabada, siendo una versión sensata de sí mismo la que respondía los últimos mensajes.

— Podremos vernos cada ciertos meses, te haré sitio en casa. Ven a verme y hagamos como que el tiempo no ha pasado. Podemos estar juntos entonces. Quiero que estés presente en mi vida durante mucho tiempo — le dijo ella mediante un mensaje, antes de embarcar en un vuelo del que ahora habían pasado años.

El recuerdo se disipa, sería inútil volver a buscar en la misma replicación. Llevar el mismo cadáver a que lo entierren, estando ya ocupado el hueco. Santi se reclina sobre la butaca, que chirría de dolor por tener que escuchar hablar de amores adolescentes traídos a la etapa adulta, como notificaciones que Facebook decide enviar para que tu exnovia y tú os hagáis amigos digitales. Qué tortura. Hay momentos para dejar de pensar, los pasatiempos ayudan con el proceso. No siempre funciona, las distracciones no van a juego con su practicidad, y la mente piensa de todo menos en blanco cuando se le pide que se quede vacía. Por suerte, sus amigos del máster han sacado una baraja y él ha cerrado su libro y pedido cartas. Esperarán una hora más al avión que pasará entre risas, canalizada entre putaditas perdonables al jugador de su derecha, que resopla cada vez que Santi alza con una sonrisa su brazo para jugar su carta. Es fácil recuperar la fé con tantos ases en mano.

Los niños han escalado sobre su padre mientras este dormía en una butaca, rindiéndose a la alegría de los dos chiquillos y a quedarse dormido. Escalan sobre sus piernas y se apoyan en su pecho, tocando su cara con unas manos que nunca volverán a ser así de pequeñas. Les sonríe y les dice que les echaba de menos. Se las ve con su propio reflejo, en el que durante la educación que predica se encuentran ambiguos sus mensajes tajantes. Sin haber terminado él su aprendizaje, cría a sus hijos dando lecciones asépticas que cree que una existencia avala. Quizá ellos sepan algo que él no sabe, piensa. Les mira y se insufla paciencia, les dice que van a pasar unos días juntos y que le hace ilusión, que siente haberles metido prisa. Les pregunta si quieren hacer algo en especial: ellos le dicen que jugar a las cartas, aunque ninguno de ellos sabe.


Un movimiento turbulento sacude el avión, al que Santi responde cerrando los ojos y respirando hondo. No importa la película que pueda elegir en la pantalla, ni siquiera si es una consensuada obra maestra. Se quedará dormido, eso le tranquiliza como un seguro de vida. Es un momento tan bueno como otro cualquiera para empezar a hacer las cosas bien, lo que significaría asumir la responsabilidad que acarrea. Antes de caer rendido, el recuerdo que tiene de haber hablado con Teresa por última vez ha perdido el detalle de sus facciones, a las que él mira ahora como un fantasma que se deshace.

— No sé qué realidad soporta el tenernos lejos, si estando cerca ya te sientes distante.

«Lo que no se cuida tiende al caos. No puedes cargar con el caos de todo.», apunta Santi en la libreta que lleva en el abrigo. Luego pone un tres en un hueco de los cuadrados de la parte superior, descartando el siete al que lleva dando vueltas toda la tarde, asintiendo de manera firme. Las turbulencias no hacen más que aumentar, la gente se pega sin querer a sus asientos fruto de las fuerzas externas. El niño pequeño, fingiendo conducir su pequeña avioneta, aprovecha para desplegar su curiosidad:

— ¿Por qué vienen tantas nubes? — pregunta a su hermano.

— No vienen, somos nosotros los que vamos. — aclara él.

— Me da miedo cuando el avión tiembla. — dice el pequeño capitán.

— ¡Pero cómo no vamos a temblar, si vamos a mil kilómetros por hora!