Capítulo 1 - Deriva
Marco y María charlan en un bar. Marco reflexiona sobre la naturaleza de su trabajo.

Había paz en el establecimiento en el que trabajaba María. Era una paz pesada, austera, todo lo alejada del mundo real como podría haberse establecido en la calle céntrica de una ciudad que apenas llega a serlo por su pequeña extensión. Durante las mañanas se escuchaban los pasos de manera aislada, creándose un aura de temblor dentro del silencio, precipitándose a aparecer un crecimiento en su tendencia de manera que unas horas más tarde eran enérgicos. Para entonces, habían acumulado el vaivén del momento presente con la justificación de un entorno en su punto álgido. El mediodía era el punto en el que la fuerza del empuje inicial terminaba, dando paso a la inercia de una montaña rusa que lejos de avanzar hacia otra cumbre, volvía sobre sus propios pasos. Al final de cada tarde, entrada la noche como en un calendario de puestas de sol, aún se reconocía ese tacto residual del sonido ambiente que había habitado allí durante el día.
En ese punto, los pasos cada vez más superficiales se amortiguaban, arropando a una cansada jornada entre las sábanas, tratando de no crear más gramos de ruido nuevo. Esta pendiente conducía, inevitablemente, a un silencio pactado por los clientes y la dueña del local, permitiendo al tiempo y al ruido resquebrajar el suelo en cuotas tan irrisorias que el crujir de la madera solamente mecía el peso soportado con un aullido ahogado.
María era aún joven, como las ideas revolucionarias y el sentarse contra la pared, pero había tenido la sensatez de comprar con la herencia de sus padres el local, dando trabajo a varios de sus familiares. Eran su tío y su tía, visiblemente mayores que ella, los que a menudo estaban tras la barra, atendiendo en las mesas o sumando con un lapicero afilado de color marrón las cuentas sin mucho margen que producían los cafés y sándwiches del bar. Pocos elementos eran digitales allí, las cuentas eran fruto del ensayo y error de una mente despierta y analógica. Lo único que se resistía a esa premisa era una caja registradora que almacenaba el efectivo, tan silenciosa en su deslizamiento que parecía querer afilar los raíles sobre los que articulaba su parecer.
El negocio era rentable sin excepcionalidades, con las variables prácticamente configuradas de un mundo simulado en el que el bar era una parte incorregible del escenario. Inamovible como parte de la ciudad, la Deriva, puesto que así se llamaba, limitaba su transparencia al sonido que no terminaban de aislar los tabiques, y la dosis de frivolidad que cualquier bar habría tenido, en su caso, se reducía a comentarios juiciosos que a los clientes más ancianos se les acostumbró a dejar de hacer. María tenía un encanto natural para transmitir cariño, que en su justa medida, acumulada como astillas, hacía equilibrio con su intolerancia a las faltas de respeto como si la fricción no se lavara las manos a la hora de exigir su papel en hacer fuego. Decidida y asertiva, ella cortaba con preguntas inquisitivas los intentos de cumplido hacia su juventud y belleza, acostumbrando a los que en otro lugar mantenían su hábito a sustituirlo por un gracias a secas o cualquier otra formulación que no incluyese una valoración superficial.
Marco charlaba animosamente con María a las once, mientras tomaba un café, explicándole por qué aquella frase sobre tener que dejarlo, ya se refiriese al tabaco, a la cafeína o a la masturbación, era una irresponsabilidad con cuenta atrás cuando se pronunciaba en voz alta, con la misma planificación vaga que toda intención de futuro que se rige por la expectativa de querer ser más sin esforzarse.
-Así que no vas a dejar el café. – le cortó María, colocando de nuevo el lapicero sobre su oreja izquierda, atestada de abalorios.
-No, bwana. - respondió divertido, dando por terminado el intento de discutir seriamente - Y por eso mismo no voy diciendo lo contrario a viva voz.
-Es gracioso que me llames así. – pausó María - Hemos ido a la misma clase siempre, pero tú pareces mayor que yo. Incluso tienes alguna cana.
-Lo que no sería gracioso es que no me acordase de eso, ¿verdad? – estuvo callado unos segundos mientras auscultaba la reacción de María, volviendo sobre sus pasos al sentir cierta tensión. - Me halaga que me digas lo de las canas. No todo el mundo se fija.
-No, en absoluto me haría gracia. – reía María, desafiante ante su propia premisa de seriedad – Tendríamos que educarte de nuevo. Como a un niño con la cabeza de almendra.
-Eso me da qué pensar, ¿sabes? Si tengo un hijo, quizá tenga que recordar ciertas cosas con las que educarle que se me han ocurrido… - comenzó a disertar Marco, casi cambiando de tema, intensificando otra vez su discurso - Poco ortodoxas, me refiero. Siempre me ha gustado la idea de hacer creer a alguien que una palabra se dice de otra manera y esperar a que el mundo le confirme que está equivocado. O ponerle un nombre gracioso y que lo descubra en el registro civil con doce años.
-Eso suena a proyectar tus problemas de inseguridad en un niño que aún no ha nacido, como si no tuviera consecuencias. A transmitirle esa inseguridad maquillada con humor y soltarlo al mundo. Entiendo la gracia, pero ni siquiera como padre tendrías derecho a tus experimentos sarcásticos. – dijo María, sacudiendo la cabeza.
-Pensándolo bien… creo que eso es exactamente lo que es. – respondió él, sorprendido y abriendo la boca de manera forzada, sin dejar de sonreír ante las ideas de nombres para niños que se le ponían en la punta de la lengua. Estaba seguro de haber sacado la broma de algún otro recuerdo o conversación.
-No lo hagas. Aunque en realidad, reconozco que algo de gracia tendría. Mucho más que eso de perder la memoria y no acordarte de nuestro instituto. Eso no te lo perdonaría. Pero si llamases a tu hijo de manera graciosa, podrías convencerme de que tienes excusa. Pero eh, esto no va solo de ti. – y le señaló con el dedo de manera acusadora, acción a la que recurría a menudo - Quiero que al chaval también le haga gracia.
El horario de Marco era rutinario solo a veces, y no siempre tenía unas horas habituales entre los trabajadores de oficina. María y él se conocían de hacía tiempo, desde que habían estudiado en el mismo instituto. Habían sido amigos desde entonces. Sin ser inadaptados sociales, su manera de expresarse les había juntado en un grupo algo apartado de lo popular, con más venidas que idas – otra forma de decir que a menudo les gustaba disfrutar de la soledad, lo cuál no era siempre aceptado como un comportamiento común.
Él había ido, además de a la inauguración del bar cuando María lo compró, un par de veces por semana siempre que le encajaba desde que lo abrieron, y como para hacer deporte o la oficina donde trabajaba, no faltaba más que un par de semanas al año de vacaciones completas. Un día el bar no estaba, y al siguiente, era una referencia donde pararse a estar. A Marco le gustaban el poco agobio y leer algo mientras no esperaba a nadie, novelas policíacas o dramas, existenciales o surrealistas, sentarse en una de las sillas altas o en los sillones, tomarse un café o comer algo sin que la experiencia tuviese que ser más educativa que cualquier aprendizaje empírico. No le fascinaba la comida, ni el café, pero la experiencia de acumulación de días neutramente felices en un lugar que daba lo que prometía le servía, al menos, para que su vida se tachase de alentadora, como la de un filósofo prolífico encerrado en una torre que sirve a un propósito hecho del conjunto.
También le gustaban los libros sobre psicología, historia de la música, matemáticas para novatos y frases de grandes dirigentes descontextualizadas, con máximas que poder aplicar sin ser uno mismo nadie parecido al autor original. Disfrutaba de los sorbos, los mordiscos y de caminar hasta allí, como cualquier persona a la que tantas ideas sobre la felicidad le han convencido de que ha de sentir lo que hace durante el trayecto o morirá habiendo vivido el mismo día muchas veces sin integrar un aprendizaje. Él quería ir mientras se dirigía allí, y cuando llegaba, le gustaba haber llegado. Absorbía el presente de que los minutos allí no tuviesen, en comparación, el agobio de los que tenían los mismos estando en el sofá sin hacer nada, en los que su cabeza giraba en torno a la siguiente actividad o a una falta de productividad culpabilizadora. Cuando él pensaba sobre la culpa que se instala sobre la pérdida de un tiempo valioso, siempre señalaba que para su generación era cada vez más habitual. No era de su agrado identificarse con ello.
También le emocionaba ver a María. Charlaban siempre que ella tenía tiempo, además de sobre sus vidas, que no tenían demasiado de novedosas a pesar de rondar los veintiséis años, sobre cualquier tema que se les ocurriera. Ninguno de los dos salía mucho de fiesta, ni se consideraban fábricas de amigos. Incluso después de salir del instituto, sus vidas sociales fueron parecidas a las americanas de las películas de inadaptados: pocos amigos cercanos, salir a la calle con un propósito específico y rechazar estar en un grupo grande durante mucho tiempo, aunque fuera por exigencia del guion de sus supuestos personajes aprendiendo a tolerar la soledumbre.
Entre ellos, les gustaba discutir y solían estar en desacuerdo, aunque fuese por el valor lingüístico de a lo que cada uno se refería. Eran inteligentes como para expresar sus ideas, otro tanto para respetar las del contrario y con una pizca de estupidez siempre presente para poder estar en contra de cualquier planteamiento por muy lógico que fuera. Se burlaban de la gente que habla con un tono parecido a sentenciar: “somos de los pocos de aquí que piensan con la cabeza”, y hablaban de esas personas como aquellas que comentan en voz alta lo que destacan de sí mismos, haciendo valoraciones sobre una estadística recién inventada. Más allá de la tolerancia, cada uno de ellos – María para Marco y Marco para María - fue el experimento del otro como la persona en la que poder trabajar la comprensión. Después de varios años, pareciera ser que llegaron a entenderse profundamente, lo cuál podía verse reflejado en sus pausas al hablar.
A María le daba la sensación de que podía expresar sus pensamientos más espontáneos, pues se valoraban la reflexión, el contraste y la belleza de los mismos sin tener apenas en cuenta la utilidad de lo que se decía, o la de tener que llegar a algún punto concreto de la conversación. Cuando a menudo discutían, era sin mala intención, ni siquiera tratando de convencerse. Solamente trataban de hacer entender sus ideas más peregrinas, a menudo sin madurar y fruto de inspiraciones más idealistas que con sentido, tratando de transmitirse entre ellos la dirección o la ironía escondida de algún pensamiento que de no haber tenido recipiente en ese momento, podría haberse perdido. Ambos se querían, de la manera en la que se quiere a alguien a quién se va a visitar por su mera compañía, un amigo a quién se le dedica tiempo mientras su vida tenga esa razón de ser compartida en algún nexo sin utilidad práctica más que la del propio camino. Encontraban en su situación el placer de ser seres afines que se dan la licencia de sonreír ante fallos que no requieren ocultación, la comodidad de expresarse sin tapujos ni miedo a ser retratados.
Su valoración era sin más pretensión que una amistad consolidada, sabiéndose partícipes de haber llegado a un punto de su relación inmejorable al que solo quedaba exprimirle, semana a semana, las ideas nuevas y los viejos recuerdos que se fueran acumulando como a un libro del que se conoce todo detalle, pero al que se siguen añadiendo anotaciones en el margen tal y como las que inventan la poesía. Estaban lejos de ser protagonistas de un amor romántico, por descontado, sin que entenderse en su manera de hablar condujese su historia a un desenlace enmascarado por un bien absoluto que solo existe en películas de drama adolescente. Eran, vagamente expresado, humanos clásicos, buenos amigos, estancados en su situación vital durante los años de espera a que una transición les condujese a otro lugar, sin que estar parados significase dejar de disfrutar cada momento encapsulado: en sorbos de café con hielo, pararse a dibujar con la mirada el trayecto de una cometa o los estados de nervios previos a una sonrisa demasiado pronunciada. Si los hubieran categorizado, se habría dicho que eran personas que para disfrutar y sobrevivir habían decidido sobreanalizar la belleza de los detalles comunes, buscando un hueco en el equilibrio entre el amor propio y pasar desapercibidos.
Marco volvería a su trabajo a las doce, apurando una puntualidad somera para el horario de mediodía, bordeando el paseo marítimo durante veinte minutos, aprovechando que el sol empezaba en abril a despuntar como un elemento con verdadera presencia, calentándole la piel y embotando ligeramente su cabeza al mirarlo demasiado tiempo de frente. En su oficina, donde era el menor de todos los empleados, trabajaban unas treinta personas, las cuáles no tenían demasiada relación entre ellas, debido principalmente a que la naturaleza de su trabajo les dejaba compartir poco más que la pasión por los proyectos propios, imposibles de desvelar a los demás y de una duración que exigía una implicación y dolor de cabeza considerables. Sin ese valor añadido de tener más que compañeros de trabajo, la vida social de Marco a menudo se escudaba en personas que conocía desde hace más tiempo, de manera que había tenido que aprender a priorizar en su agenda la recurrencia de ver a esos amigos tan a menudo como se le permitiese con el fin de cuidar su relación.
Marco se sentó frente al ordenador, tras tres días libres que había utilizado únicamente para hacer deporte, leer y darse duchas que duraban lo que un CD completo que había pensado, sin mucho éxito, en transformar a formato vinilo. Acarició su pelo negro, dando forma a un mechón. Tenía mucha suerte, relativizando con otros puestos de trabajo más convencionales: podía disponer de tiempo libre, ser escuchado en la empresa y tratado como un igual pese a su juventud, y además, estar mejor remunerado que la mayoría de personas con su formación en otros campos. Le sobraba dinero para el estilo de vida que llevaba, y eso, lejos de la tranquilidad que le supuso en un primer momento, de vez en cuando le hacía preocuparse por la poca importancia que le daba a su futuro.
El escritorio de su ordenador parecía desierto salvo por dos carpetas en la parte izquierda superior de la pantalla y un archivo ejecutable que aún no había abierto. Se preparó, meditando durante unos minutos y cogiendo aire antes de comenzar, para una jornada de trabajo sin apenas interrupciones, más que las razonablemente pautadas por él mismo en las que desconectaba moviéndose, paseando por el descansillo con movimientos amplios, escuchando un podcast breve o volviendo a meditar mirando al techo.
A menudo - esto es un tema que había hablado con María - se sentía en una simulación en la que las cámaras prácticamente serían testigo de su aburrimiento hasta que fuese capaz de abrazarlo o vencerlo en la madurez, fomentando la sensación de vigilancia en la que él participaba como un personaje intachable. Ella solía decirle que si hiciesen un experimento o un reality show con él, lo único que iban a encontrar sería una reacción neutra al haberle encapsulado en un mundo demasiado caótico o demasiado aburrido donde encontrar paz mental, y que él, a cualquier coste, iba a terminar consiguiéndolo, aunque tuviese que dejarse la renta en zumos de máquina y clases de yoga para el autocontrol. Aunque el mundo se quemase cada día por un pliegue, él sería capaz de caminar sacándole un contraste positivo a las llamas del mapa. María solía decirle, muchas veces en contra de la opinión de él, que sobreviviría allá donde le pusieran, que incluso lograría estar feliz y conforme, dejándose hacer gracia por sus propios pensamientos en cuánto a los errores de configuración de cualquier mundo real o de fantasía. Ella vislumbraba a Marco como un objeto inamovible adaptado a las desgracias con una expresión facial embobada, capitaneada por unos ojos achinados que convertían todo desastre en relativo. En el hecho de mirarle a los ojos, ella encontraba en él una sensación reconfortante: daba igual lo dañado que estuviera el mundo, mientras Marco existiera, alguien estaría pensando en la ironía que acarreaba. Tras esa conversación, Marco se imaginó durante varios segundos pedaleando en un capítulo de Black Mirror, completamente mimetizado con una vida monótona. Sin casi pretenderlo, se imaginó buscando cómo sobrevivir.
Al abrir el archivo del ordenador, observó el perfil de la persona que lo protagonizaba, definido sobre una especie de currículum vitae de logros recogidos en perfecta sintonía, con más de mil páginas sobre gráficos, estados vitales, información sobre sus conocidos, familiares, amantes y amigos, su grado de afinidad y satisfacción para con la vida que había vivido. Incluía, en todo ello, esa percepción subjetiva de la aceptación sobre lo que nos toca y lo que podría habernos tocado, irremediable como un choque de trenes en la misma vía si su humo se aleja en direcciones opuestas.
La mujer del perfil moriría en seis semanas de un ataque al corazón, en su casa, mientras su marido cocinaba. Era un perfil habitual, su altura, su edad y su cara amable no destacaban más que la de cualquier vida plena. Era admirable, a su modo y para la percepción de Marco, el hecho de que como especie hubiésemos llegado a esa suerte de equilibrio en el que la paz de las etapas maduras es tan profunda que cala en las personas tanto como para solamente centrarse en transmitir lo mejor de sí mismos a generaciones futuras, hijos y nietos. También, en cierto modo, eso le descolocaba. Marco siguió leyendo.
Olga era un nombre que acompañaba perfectamente al perfil, pensó, aunque solamente la conociera del primer registro. Poco a poco profundizaría en su vida, sus allegados y sus costumbres. Entendería cómo pensaba, qué la había atormentado y los demonios - si es que los tuvo - que habían dejado que viviese en paz - si es que la había hallado. Ataría sus recuerdos a un globo, seleccionaría los más valiosos con delicadeza, como si guardase unas zapatillas de ballet en una caja de cartón con intención de conservar la memoria para siempre en un armario, tratando con cautela un apego que erróneamente el ser humano supone infinito.
La vida de Olga terminaría con un suspiro más largo que otros suspiros, precediendo a una falta de aire insustituible. Los años que había pasado en el regazo de la existencia palidecerían ante los que habían ocurrido antes de su llegada, y luego, ante los que pasarían tras ella dejar sus bártulos en los cajones de la cocina. La existencia entera, comparada con lo efímero de vidas humanas corrientes, pasaría por encima de la señora Olga como un día de susto volcánico sobre Pompeya.
Al leer su informe, se entendía el delicado estado de su salud. Sus pulmones no estaban en buenas condiciones, pero no eran el principal limitante de su cuerpo. Su corazón no era demasiado estable a estas alturas, y no había tenido menos de tres operaciones para tratar de regular su función. Eso, al fin y al cabo, eran detalles sin demasiada importancia, jerga médica que no condicionaba el resultado. El trabajo de Marco solamente se correspondía con darle un paseo por sus mejores recuerdos, enseñarle al terminarla que su vida había merecido la pena a ojos de un director de cine. No podría elegir aún la duración de sus momentos más extraordinarios, sería trabajo de la segunda semana el descartar, aunque fuese un ejercicio crudo, todos esos que habrían hecho el trasvase a otra vida también más liviano pero que no cabían en un formato corto. En cierto modo, la responsabilidad de Marco estaba más que justificada. Era decisión suya poder desprenderla de ciertos momentos en sus últimos visionados, que de haber existido un trato vip, habrían tenido tirón como escenas eliminadas y tomas falsas en las que la realidad se había vuelto tan incómoda como para que pareciera sensato volver a rodar la escena, quitándose los personajes la careta.
También era trabajo de Marco el que quedasen los mejores momentos recogidos – fuera lo que fuera lo que significase eso – para un profundo análisis de la humanidad como especie. Las canciones más tranquilas de fondo, por ejemplo, las que Olga hubiese sentido con mayor amor. Eso requería un sexto sentido para el que él se consideraba capacitado.
Cada muerte tenía su peculiaridad, cada viaje, su nivel de fascinación con la vida que habían dejado atrás. Aunque no era una ciencia exacta, Marco nunca había tenido a nadie que no luciese satisfecho, podía comprobarlo monitorizándolos mientras veían su creación multimedia. Esas antes tan aterradoras gráficas ahora servían para indicarle un trabajo correcto, un agradecimiento último por parte de aquellos que no sabían que su trabajo era un trabajo, recónditamente escondido en una empresa de seguros que controlaba demasiados aspectos relativos al aprendizaje sobre el conformismo vital.
Otra de las responsabilidades de su oficio era aprender sobre el comportamiento humano como especie, documentar la felicidad y el propósito tal y como los había encontrado en profundidad en sus ejemplos y señalar qué, cómo y por qué razón esos hechos en conjunto eran capaces de conformar una vida que se sintiera completa. Independientemente de a dónde fuesen a parar esos datos – Marco pensaba en empresas de publicidad o en el gobierno – sentía una especie de realización aportando su visión a la experiencia humana.
Si le hubiesen preguntado de niño su vocación, habría dicho que salvar a las personas le llenaba. Como antes de inventar el vehículo, las encuestas a la gran mayoría de población solamente hubiesen traído como resultado de la innovación caballos más rápidos. Cuando no se tratase de salvar, al menos trataría de dar una perspectiva tan aferrada al amor como fuera posible de la muerte, aunque fuese de delante hacia atrás. Lo que pasaría podía preverse, no evitarse, de modo que solamente quedaba dibujar un trayecto amable hacia esa inevitabilidad oscurecida. Hacerles viajar, aunque fuera en retrospectiva, para que sintiesen que no necesitaban volver, asumiendo que ya había merecido la pena. Acompañarles sin queja, con su canción favorita y más conocimiento sobre sí mismos que ellos, oculto a su entendimiento y parametrizados sus datos, a otra estación en la que delegar sus almas a la creencia más arraigada.