Capítulo 6 - Auscultar

Marco acude a una fiesta en la que conoce a Gina.

Capítulo 6 - Auscultar
Como decían en aquella historia sobre pasajeros de avión que luego serían caníbales en el Polo Norte, la parte buena es que ahora todo depende de nosotros.

En términos prácticos, todos los capítulos en los que se relate una vida podrían empezar por un despertar. Es solamente una referencia, pero funciona como un detonador de inicio. Primero, está la parte en la que abres los ojos: quizá demasiado dispersa, poco concreta al ser una mezcla entre realidad y ficción somnolienta. Luego, el propio acto de levantarse de la cama. El peso de un cuerpo, apegado literalmente a pequeñas plataformas de unión que lo conectan con el suelo, que recobran la fuerza del día anterior – aunque esto no sea aplicable al paso de los años – a medida que caminan común y secuencialmente hacia la cocina. No hay trampa ni cartón en lo que a menudo nos conecta como seres, existimos en una hilera. Si estamos cansados, los primeros pasos son más torpes y la sensación de giro en la mente nos acompaña hasta el primero de los renglones, que mira hacia delante afrontando una realidad que por fin reconocer como suya. En términos no tan prácticos, cada capítulo empieza a su manera. Pero siempre hay, en algún punto, un despertar.

Quiero suponer que habrá quién se levante de un salto, una especie en extinción mejor descansada cuanto menos duerme, seres tan exitosos que ni siquiera no pegar ojo les supondrá nunca un hándicap. Siendo honesto, espero que eso solo ocurra en la ficción. Las cualidades de las actividades mundanas como dormir y despertar, por supuesto, aunque sean las de personalidades con éxito, son un temario cercano al morbo para todos los públicos, una conversación entre dos desconocidos sin nada en común que poder espiar tras los arbustos, escenas que conforman migajas de incomodidad cuando son vistas desde un palco externo.

Doy avance a la belleza de los detalles que observo trabajando en un cuaderno de ruta para una novela nueva. Escribir es un proceso creativo que no debería tener corrección posterior. Por supuesto, mi lado más humano, o quizá más realista, se opone al caos de las primeras veces. Escribir me relaja y me determina, o al contrario: reúne las consecuencias de lo bello que he observado recientemente con un afán clasificatorio. A menudo, podríamos argumentar que es más enfermizo que positivamente transformador. Mi loft de ensueño para uno – cuarenta metros cuadrados de los que podríamos discutir que sobra alguno – recoge entre sus paredes lo que un cuaderno entre márgenes: la cama deshecha a modo de página desencajada, un ventilador que empieza a girar tratando de que mi creatividad lo acompañe, supuestamente enchufado a la corriente, y cinco o seis bolígrafos similares, uno junto a otro, simulando que la arquitectura de las historias tiene algo de premeditación. Al menos, la esperanza de haber gastado tinta en las historias de mi cabeza podría verse como una confianza ciega en que mancharse las manos sirve de algo.

Dejo el mando de la existencia en un cajón antes de decidirme por salir a vivir como es debido. El mando de la televisión lo espera ya allí con las pilas por separado, cumpliendo mi misión activa de alejarme de las pantallas por pasividad. Planteo el fin de semana al mínimo exponente, flotando hasta encontrar la hora del compromiso que me haga cerciorarme de mi papel social. Hasta que den las seis de la tarde no tendré demasiado que anticipar, pero consigo estar pendiente desde las doce de la mañana. Podría decirse que vivo reptando, pero ciertamente, una vez me encuentre ejerciendo ese papel social, el cauce podrá considerar haber vuelto a su línea argumental, y habré de fingir que me encuentro en mi estado natural estando erguido a pesar de no sentirme evolucionado.

Varios conocidos organizan una fiesta que es, como pactaba el documental de nuestras vidas, a las seis. Su mayor descontrol es la lista de invitados, que no existe, y por ende, lo más probable es que sea demasiado extensa. Me encamino hacia su casa cruzando una parcela ajardinada que parecen haber construido los inquilinos, perfectamente preparada para desplegar ostentación. Lo repugnaría si me quedase energía para tal propósito, pero al parecer, me conviene que me inviten a un lugar acomodado. Un riachuelo recorre un bosque donde esta parcela termina, más allá de la piscina. No me acostumbro a que ese elemento tan sumamente natural esté ahí, pasando desapercibido entre cortadoras eléctricas de césped, así que lo miro como si me hubiese dado cuenta de que está ocultando algo turbio.

Que no engañe mi pensamiento de narrador, una vez dentro, hablaré con frases cortadas y un poco pedantes, comentaré los atributos de las mujeres, el fútbol histórico y alguna fiesta cuya moraleja es que alguien se pasó de filtro bebiendo como si esa fuera la clave de alguna partícula subatómica que recientemente se ha descubierto que curará a la humanidad. Eventualmente, dejaré de hacerlo. Aún estoy desapegándome de la importancia que podría tener caer bien a los demás sin haber llegado a concluir que esas personas me importan lo suficiente como para hacer ese esfuerzo. Sosegado, trabajo sobre mi asertividad con convicción pero a pocas revoluciones, y la incomodidad social sigue siendo algo que me toca dos veces el hombro para aparecer en el lado contrario cuando me giro.

Tras entrar a la casa, la examino. Allí se juntan caras bonitas, caras algo menos bonitas que encuentro particularmente atractivas, gente neutra como el gris paloma de un electrodoméstico de baja gama y otras personas que supongo, estarán más cohibidas a la hora de lucir su mejor camisa por miedo a la opinión general. No logro contar el total de personas, pero teniendo en cuenta la puntualidad, tampoco servirá de referencia dentro de un tiempo. Sé lo que pensaré más tarde: estábamos mejor cuando éramos menos.

Después de un rato en el recinto, me acerco al congelador con una moral floreciente en busca de una excusa para cambiar de postura. Conozco a casi todo el mundo, no considero a nadie cercano. No suelo beber, no me gusta, así que buscaré una alternativa que salga gratuito suponer que colocaron para mi degustación. Tiendo a charlar con gente que investiga el dato de mi abstinencia temporal como si escondiese algo impactante, mientras estudia con la mirada las diferencias entre nosotros dos. Más pronto que tarde, me veo haciendo alusión mental a que me dejen vivir en paz. Es una conversación repetitiva, que puedo haber tenido en torno a doscientas veces con la misma estructura. Después de cada una de ellas, empatizo con los que contratan a guionistas. Yo también mataría por un comentario original.

—   Cierra la puerta, ¿quieres? – le digo a alguien medio girado con cierto desdén en mi voz, justo al otro lado del cristal que da a parar al patio. Una chica de camisa blanca hasta el cuello y prominentemente alta que está al lado de la puerta la empuja y hace un gesto raro con la mano.

—   ¿Tenías frío o es que no soportas el humo? – me dice, abordándome dos minutos más tarde. Mira a mis ojos como si quisiera traspasarme.

No contesto de inmediato, aunque la miro brevemente ladeando la cabeza. No me gustaría tener esta conversación. De un fogonazo, su cara se me queda clavada en la memoria. Como esquivarla tras pedirle que cierre la puerta sería grosero, pienso en no hacerlo, pero no soy partidario de dar a entender ninguna actitud interesante ni siquiera por error. Solamente quiero que pase de largo. Esos tres segundos, en mi cabeza, suenan a eco eterno y se me hace complicado reaccionar sin nervios.

—   Ya da igual. – le contesto, con una mueca neutra de la boca, procurando no mirarla directamente, dejando pasar lo que tuviera que decir.

—   No hombre, anímate a compartir. Te invito a una copa. – comenta casi al aire, confiando en sí misma al hablar, divertida. Luego mira lo que estoy bebiendo. – O a una botella de agua, lo que quieras.

—   No hace falta, no te molestes.

—   Ya sé que no hace falta. Tampoco hace falta que vivamos en sociedad ni que fabriquemos neumáticos, válgame Dios. Pero me apetece charlar. - dice subrayando la última palabra.

Sus cejas parecen prevenir lo que harán las mías, recogiendo el testigo de su comentario en mi reacción. Ante su definición de necesidad, resplandezco un poco. Si lo que tiene que decir está poblado de un contraste que nunca haya visto, tendría sentido que durante un rato la escuchase.

—   De acuerdo, tranquila. – resoplo.

Aunque es más guapa de lo necesario para lo siguiente, parece saberse un manual de memoria para ligar. Rectifico. Parecería que hubiera escrito uno. Así somos los gilipollas, vemos a alguien que nos trata bien, que se desenvuelve en lo social siendo amable y pensamos que o está ligando o que eso tiene una connotación negativa. Como si ligar no comprendiese interaccionar asertivamente en caso de la gente adulta y obligase a saltarse los pasos previos a que ella se siente sobre mi cara como si mi nariz buscara retratarse en cemento fresco.

Tras un breve escenario compartido, me mira elevando las cejas, ahora de manera puramente consciente. Parece que hubiese encontrado algo en mí de lo que yo puramente dudaría haber empezado a buscar. Es capaz de crear un ambiente agradable, pero a la vez, de hacer la pregunta de si eres suficientemente válido para compartir esa interacción o te ha confundido con la casualidad de su vida y eres el intérprete del papel de impostor. Le cuesta quince segundos exactos de su vida conocerme e invitarme a una botella de agua. Como dirían en una reunión de alcohólicos anónimos, una historia triste desde el inicio. Tras darme la botella en mano, como si la llevase encima, continúa sin echarse atrás a la hora de que yo trate de cortar la conversación.

—   ¿Frío o humo? – se retrotrae a la frase anterior. Podría ser lingüista o simplemente, le gusta que se le preste atención a las coletillas. Puede que no distemos tanto el uno del otro.

—   Pf. – resoplo, con cierto temblor sobre la voz, que solo se disipa cuando aplico convencimiento. – Por ser, son ambas. Estaba concentrado y el frío no me permitía dejar de mirar a la puerta. Luego está la falta de respeto. Es evidente que desde la terraza entra frío. En fin, que yo la habría cerrado si fuera vosotros, porque me parece un poco cutre.

—   ¿No bebes? – pregunta, señalando la botella que confío en que haya pagado.

—   No quiero desarrollar la respuesta. – respondo de manera seca.

—   ¿Hoy no bebes?

—   No, pero gracias por preguntar. Estaba entre agua y un café.

—   Guay. El café también es una droga, pero guay. O sea, que no te culpo. Que cada uno tiene sus vicios. A mí me gusta fumar con la puerta abierta. A ti el café. Que la gente pase frío a mí me gusta, o no me importa del todo. Está claro que tú lo odias.

—   Si quieres llamar vicio a tu falta de respeto, llámalo así. Lo mismo da girar las palabras, que quién sabe hacerlo, puede leerlas. No me gusta tampoco el tabaco y me estaba llegando el humo. La siguiente vez puedes soplar en otra dirección cuando lo hagas. No por mí, que no voy a estar. Por tus compañeros. Por ti y todos tus compañeros. – digo, y simulo dar con la mano a un tronco de árbol, como si salvase a los mentados en la frase mientras jugamos al escondite.

Me arrepentí al instante de haberla hecho reír. Creo que aunque no lo hubiera intentando, habría acabado haciéndola reír también. No sé si se entiende lo que digo.

Aunque yo tuviera el semblante a medio serenar, ella me divertía. No era lo que tenía pensado en un principio, porque desde que la vi interactuar conmigo, los nervios me habían incitado a dejarlo correr. Para ser sincero conmigo mismo, reconocería que ella tenía una gracia natural que me hacía poner conjunciones adversativas en lo que yo querría haber pensado de antemano. Tras dos segundos de pausa, me río, sacudiendo levemente la cabeza, como si lo hubiera dicho de broma. Trato de derretir la culpa que he empezado a sentir cuando nos hemos conocido, y me doy cuenta de que he entrado en una conversación de la que es complicado escapar.

—   Seguro que tampoco le echas azúcar al café. ¡Eres todo un aburrido! – dice con una carcajada, mucho más espontánea que cercana a ser sensual.

Me bombardea con gracia. Tira del hilo teniendo siempre una fuente nueva de creación en la que ambos ya estamos atrapados. En cierto modo, yo mismo justifico el propósito de su lenguaje. Cualquier referencia a los elementos del pasado le sirve de anclaje para seguir conversando. Sin querer resistirme, voy entrando poco a poco en la dinámica compartida.

—   No, soy un inocente. Eso me decían en el colegio, ¿sabes? Luego resultó que no del todo. – digo, entrando al trapo con mis ganas de conversar relajadas y una invención misteriosa. Me gusta su manera de construir un diálogo casi tanto como la mía, así que tiro los remos al río obligándome a ir nadando a buscarlos.

—   Venga, no te hagas el interesante y pares. Cuéntame lo que has hecho para dar el salto. ¿Qué ha pensado tu cabeza abstemia?

—   Me refiero a que no hay tanta diferencia entre unos y otros. Cuando tenía catorce años, por ejemplo, – esta parte era medianamente cierta – entré a un instituto nuevo porque mi madre se cambió de trabajo, tuvimos que mudarnos de barrio, bla, bla. La gente, los guays del turno de mañana, me tacharon de pringado. Como yo no lo era y nunca lo había sido, no le hice mucho caso, aunque por momentos llegué a creérmelo. Es decir, mi realidad no era la de un chico así, y eso que las hay mucho peores. Yo tenía muchos amigos en la misma ciudad, era un buen estudiante, hacía artes marciales, que sinceramente, pocas cosas más guays hay para un chaval de catorce… Era lo contrario a lo que probablemente ellos pensaron que era al entrar por la puerta. Cambié el foco, digamos. Ven, ayúdame. – le digo, ayudado por gestos calmados – Eso nos lleva a que los analicemos a ellos. ¿Qué hacían ellos que les separase de ser unos pringados?

—   Mmmm, supongo que fumar. No, espera, no cerrar la puerta. ¡Tener tolerancia al frío!

—   No. – y me reí, impactado en una leve escala. – Me refiero a fingir que no lo eran. Aguantar el tirón. Solamente se preguntaban quién lo era en voz alta para que la bala no les viniese en su dirección. Tenía que haber alguien que fuese un pringado  y no podían ser ellos, según su lógica. ¿Porque… sabes qué pasaría si les llamasen pringados a ellos, amiga resuelta?

—   Se apuntarían a kárate. No, no lo sé. Dímelo, amigo no-bebo-spirit-drinks.

—   Que no sabrían defenderse. Dirían que no lo eran con la misma argumentación que cualquiera que fuera considerado lo contrario, ninguna. Porque no había una línea que separase lo que molaba de lo que no. Los que creían que esa línea existía fingían la creencia para mantenerse por encima del estatus.

—   Vaya. Tienes que haber sido pringadísimo. – me tocó el hombro, casi con cariño, al borde de descojonarse. – Seguro que has pasado tantas tardes abrazando a ese razonamiento y a tu mejor amigo imaginario, que ese pensamiento de que esa gente no es mejor que tú ha consumido años de tu tiempo. Dime, además de analizarlos a ellos, ¿te analizaste a ti mismo?

—   No – y cambié de semblante, afilando la mirada como la de un kamikaze a punto de ejecutar el plan A, acuñando un guiño que caería a plomo sobre Hiroshima. – He esperado al momento para que tú lo hagas.

Habiendo sonado más importante de la cuenta, reflexiono sobre lo que he dicho. En cierto modo, todo sentido poético puede aplicarse a la situación, pero quizá no tendría que retorcer tanto esa frase para que encajase.

—   Voy a inventarme una serie de cosas sobre ti que he deducido de tu camisa y de tus gestos. – me dijo ella, ya en un jardín sin ruido, mezclados con el olor a humo del tabaco recogido de dentro y de frescura entre los árboles del exterior. – Me gustaría que me las confirmaras.

—   No quiero que sean obviedades. Si no, no tiene gracia. – aporto, casi sin pensar.

—   No eres alguien que finge que tiene un trauma. Eso está muy bien. – sonríe – Hay personas que se hacen las interesantes, ponen la cara seria y se están frotando las manos en su interior como una mosca. Infelices, vaya. No es que crea que no trates de ligar…. a estas alturas, está claro. De hecho, es culpa mía – ríe – pero no parece que interpretes un papel. No te has inventado una historia para ser serio que culpabilice a los demás. Canciones tristes, fotos en blanco y negro y leer a Bukowski en el autobús. Pereza para adolescentes que no han crecido del todo. Pseudo-emociones del primer mundo para redes sociales – matiza, estirando la enumeración como una lista de la compra hecha con hambre – como las nuestras, pero más exageradas, quiero decir. – dice, dando a entender que mientras habla, reflexiona. – Gente demasiado privilegiada que cree que con frases sueltas puede construir su drama personal y sonar profunda. Superficiales, adictos al sexo y a citas célebres de películas de drama. Gente que me da arcadas.

—   Joder, puedes alargar la lista un poco más. Espera, espera. ¿Supones que no soy eso? – digo fingiendo sorpresa – Oh, Dios. Qué poco me ha costado convencerte.

Se ríe y se toca el pelo. Parece que ha fijado en su nevera mental una lista con imán de hechos que quiere constatar con el protagonista de su última media hora y pico de vida, el cuál está lejos de oponerse. Se llama Gina, pronunciado con y griega, lo ha dicho en esa pausa literaria que tanto ha hecho avanzar la trama porque nos sitúa en distintos lugares y nos hace parecer más familiares en entornos que son lo verdaderamente desconocido, como un parque en silencio del barrio. Otra táctica literaria de la vieja truhán de Gina.

—   No he dicho que no seas imbécil. Se puede ser imbécil de muchas maneras, ¿sabes?

—   Sí, lo sé. Y que lo seamos de una de ellas no nos quita de serlo de varias.

—   Creo que ahí nos entendemos. Otra cosa que pienso es, y me voy a limitar a decirlo porque me da un poco de vergüenza, es que estás tanteando qué defecto puedo tener. Estás buscándolo, en definitiva. Quiero decir, tengo muchos, pero parece que buscas el principal. Pero sé que he sido encantadora y que te he pillado por sorpresa por la cara que has puesto.

—   Aham. – me limito a contestar, más serio. Sí que he tratado de dilucidar si solamente ligaba o trataba de ser amable, pero una vez dentro, he asumido que para llegar a un cauce natural se han de pasar las primeras conversaciones no sabiendo a dónde ir. No era esa mi sorpresa al conocerla, así que no respondo mucho más. No me sorprende que la gente tenga defectos, claro. Que me lo diga así, me confirma que se siente insegura de algo de sí misma. Es probable que en términos generales, no sea tan importante. – ¿Estás segura?

—   No, me invento lo que digo. Desde el principio, te he avisado. Pero soy especial, ¿sabes, Marco? Escucho siempre un pitido al fondo de mi cabeza, muy leve, pero que me recuerda que estoy viva aunque tenga defectos. Me he plantado delante de la muerte, imagínate. Y le he dicho que tengo muchas ganas de seguir viviendo. – se para delante de mí al pronunciarlo con suavidad, como si leyera la frase más importante de la misa – Otro día te lo contaré, no hoy. Hace tiempo tuve un accidente y eso ha quedado ahí. Es curioso, ¿no?

Me quedo quieto durante un instante, aunque no pongo cara de asombro hasta pasados unos segundos. Está hablando completamente en serio, me lo confirma asintiendo.

—   Una tercera cosa que he visto es que te mirabas la muñeca al principio, pero que no llevas reloj. Ahora apenas lo haces. Evidentemente, te has relajado, es lo normal. Tener ansiedad en lugares donde deberíamos estar pasándolo bien es lo más normal y lo que pasamos por alto del mundo. Es como poner los pies en dirección a tus intenciones, como cuando hablas con alguien pero tus pies van apuntando hacia la puerta porque quieres irte. Has ido girando los pies hasta dejarlos quietos, digamos. Me gusta que miren hacia aquí. Te lo agradezco. – relata, y confirma con un gesto la flecha invisible que trazan mis Reebok viejas.

—   Puede que me haya dado cuenta de que no es tan importante lo que tengo que hacer cuando salga de aquí. – digo remando, no sé si a su favor o al mío. Ahora que ella ha compartido detalles sobre su vulnerabilidad, empatizo con ellos. – Estos últimos años han sido algo más relajados a este respecto. Quizá la ansiedad haya parado el motor durante un rato. No debería fiarme de que lo haga, creo, sino descubrir por qué ha ocurrido. Es una de las razones por las que no me gusta beber.

—   Oh, ya entiendo. – dice, genuinamente, resolviendo una de sus, supongo, propias dudas al respecto – En cualquier caso, me caes bien. – hace una pausa, estableciendo una argumentación racional – No en plan tío, qué bien me caes, si no más parecido a … me caes bien. Siento que te llamasen pringado en el colegio. – se mofa – Me ha gustado un montón conocerte.

Antes de ponerse el jersey, veo cómo una cicatriz le acaba en el cuello, bajando hasta donde más tarde puede que la vea extenderse. Si ella supiera que ese es su mayor defecto, se echaría las manos a la cabeza de alegría. Pero según existe en el mundo, no hay manera de saberlo. En su mundo, quiero decir. Para mí, las cicatrices de Gina son, sin querer, conocidas, igual que parte de este mundo encapsulado. Habría querido evitar sabérmelas de memoria, pero es mi trabajo, y las cicatrices, como la felicidad, el pasado y las emociones, forman parte de un dossier.

Hablamos de por qué nos movemos, de la procrastinación, de sentirse culpable cuando alguien hiere tu orgullo. De qué se veía en el lugar más alto en el que cada uno hemos estado y de a cuáles otros nos gustaría subir. De la anhedonia, que a menudo no deja disfrutar un momento único y luego te carga con la culpa de no ser suficiente para saber cómo de único era. De las personas que parecen interesantes pero no hacen realmente nada interesante entre semana, solo se dejan arrastrar. De la atención, de la pérdida. De la falta de sentido del olfato, catarros que por pereza de ir a la farmacia nos han durado meses, lo nerviosos que nos pone el hambre, de lo mucho que nos gusta comer y de los recuerdos que luego se quedan a medias.

Una vez leí que los humanos nos enamoramos de nuestros contornos imprecisos. La vulnerabilidad es, en sí misma, una manera de desbloquear todo un mapa nuevo de perspectivas. Claro que llevaría tiempo conocernos más a fondo, pero aún así, saber que nuestras conversaciones pasan por fallas, bordes y asperezas es la única premisa real para llegar al fondo de planteamientos conclusivos.

Ella se convence, hablando conmigo, de dejar de fumar. Somos seres pasionales hasta para esto. Le digo que siempre he querido hacer puenting y nunca he sido valiente, pero que está a cuarenta minutos de mi casa, que es mi oferta de cita si ella no fuma esta semana. Ella me mira como si fuera obvio que esa fuera a ser mi propuesta. Es un poco frustrante reconocer esas batallas hasta ahora perdidas, pero quedamos en hacerlo la semana siguiente. Me sigue sorprendiendo el esfuerzo que me llevaría a mí solo ir hasta allí, tomar esa serie de decisiones de las que por supuesto tengo una referencia vaga y peliculera, vivir ese punto de inflexión respecto a mi voluntad. Lo cerca que está la vida y lo mucho que tardamos en desperezarnos. Esos cuarenta minutos de inspiración única que se enfrentan con la más absoluta dejadez argumental.

La acompaño a casa con la invitación por delante, sin ni siquiera detenernos en el portal a hacer paripés como en series noventeras, invitándome a pasar agarrada de su mano. Es alguna hora de la noche aún, pero la desconozco. De hecho, no parece tan tarde como realmente es, pero ya no quedan jueces que ponderen la comparativa. Cuando las luces automáticas del portal se encienden, me veo cansado en el reflejo del espejo, enérgico de pega, cafeinado tras una noche sin dormir. Gina me vuelve a dar la mano con suavidad antes de subir al ascensor, como si me pidiera que yo necesitase ese gesto. Me compadezco de su piel, demasiado fina como para no sufrir el desgaste de las grietas. Un viejo cantante decía que todos tenemos grietas, y que es por ellas por donde entra la luz. Aún no sé qué significa. Su mano irradia brillo. Para ella, todo debe saber áspero al tacto, como rozar el borde de una placa tectónica tras un desastre natural. Cada uno de sus gestos parece sacado de un cómic. En el bocadillo que verbaliza sus pensamientos, puede leerse: voy a hacer que el tiempo se pare justo aquí.

No es que yo tratase de absoluta mi experiencia con Gina. Quiero decir, sabía dónde empezaba, las intenciones, hasta qué punto era ella una persona nueva para mí y cómo podía yo superar las expectativas que me había autoimpuesto con amores anteriores. No tengo la cabeza en otro lugar. Eso implica que, por una parte, estaba en el momento presente. También, por otra parte, que no creo que reconocer el amor de mi vida trate de unos días o un momento clave. Ella tenía cosas buenas y me encargué, como un mensajero, de hacérselas saber en la medida en la que pude conocerlas. Sin embargo, no iba a romperme el corazón el primer día. Esa expresión la guardé para más adelante, cuando de verdad notase el crujido. Yo solamente era un mensajero que sabía los suficientes datos sobre ella y la situación como para dejar en su memoria un rato libre de culpabilidad, una hamaca tendida entre dos árboles para dejar descansar un recuerdo puro.

Según la pantalla de mi ordenador, le quedaban veintiún días de vida. Esa imagen llegaría tarde o temprano. Querría haber evitado a toda costa el haberme sentado con ella a charlar, pero a decir verdad, quise ser incapaz de hacerlo. Estuve tentado de explicarle lo que le ocurriría, de darle pistas o algún manual de supervivencia. Pistas sobre el incendio inevitable, a las que desistí nada más plantearlo. No había manera de que no muriera. Apenas había leído nada sobre ella aún, pero sabía que encajaríamos. Me dejé cautivar, como saludando a un perro que defiende con agresividad aún su encanto pero con los días contados. La palabra lástima no habría descrito bien la situación. Pena, ni mucho menos. Era impotencia, esa sensación de tener más ganas de lucha cuerpo a cuerpo que nunca y que la partida fuese de ajedrez. Un derroche de energía de mi propio sistema, preconfigurado para encontrar amor en sus palabras.

—   ¿Hacerlo? ¿El qué? – bromeó Gina según entramos a su casa, mientras posaba cerca de la entrada un bolso parecido a una bandolera. Me pareció una broma más propia de romper su hielo que el mío. Al quitarse los zapatos, siguió siendo igual de alta.

Creo que situarnos en un plano en el que ambos damos por sentado a lo que hemos venido barre de un plumazo la incomodidad en la que uno podría verse enfrentado contra sí mismo. No hago esfuerzo en pelear con los silencios, me resigno a no tardar en responder la mayor parte de sus susurros, prefiriendo que ella sepa que la entiendo a que piense que lo que tengo que decir es verdaderamente importante. No lo es. Soy tan cutre y humano como el caerse de culo, y solo me gustaría sentirme aceptado si esa es la verdad que va por delante. Levanto los ojos para mirarla con un tono tranquilizador, pero me la encuentro de vuelta con la misma normalidad que yo proyecto. De algún modo, es lo que soy, o lo que he sido, o una formulación que hace de cordón entre nuestras almas y no es aún apta para autocorregir su definición. Poniéndonos en situación, estamos ambos igual de perdidos. Siendo optimistas, ambos pensamos que tenemos la situación bajo cierto control.

No sé si también me preocupé por mí mismo o fue un acto reflejo de lo que quise sentir en ese momento, pero empecé a sonar sereno al hablar. Casi podía intuir sus latidos, poner en juego toda esa supuesta inteligencia emocional de la que solía jactarme previendo sus movimientos más nerviosos y la consecución de los míos sobre las emociones de una piel ajena. La misma habitación de Gina, que parecía servir a menudo para estudiar y en este verano como almacén para cajas, planteó una luz tenue que consiguió penetrar por las rendijas de la persiana al amanecer. Ella misma se quitó el jersey cuando pasamos dentro, quedándose con una prenda que no sabría distinguir entre terminologías de camisa o blusa, de un color claro a la penumbra de nuestro nuevo lugar de culto. Mantuvimos la luz apagada, donde éramos capaces de vernos en un tono azul fotografía que la estampa de las seis de la mañana nos aportaba, solapándose uno de los más tempranos amaneceres del año con el frío al terminar la noche. Ella, ahora sí, temblaba de nervios y su mezcla con la falta de calor, y noté como su cuerpo se protegía del exterior cuando hizo el movimiento que la acercó a mi pecho.

—   Espera un segundo – le dije, subiendo la temperatura del radiador anclado a la pared a mi altura, acercándonos ambos a él como buscando un cobijo para nuestras ideas.

Antes de acercarme a besarla, respiré, para que el aire hiciese la transición entre la cercanía aún vaga de darnos calor y el estar unidos. En esa tranquilidad, cada final de un beso parecía sellarse en un chasquido que sólo ella y yo éramos capaces de escuchar, rozando todo lo demás el silencio absoluto. No hicieron falta muchos más antes de empezar lo que con total convicción el mundo nos había sugerido hacer con la banda sonora de alguna película adolescente.

Yo me encargaba de ella. Ella, sin que supiese a devolución pactada, de todo lo referente a mí. Empezamos por la parte de arriba, sin marchas forzadas en el ascenso o una presión innecesaria de la que hacerse cargo en la experiencia de desasirnos botón a botón. La acaricié por última vez con algo que la cubriese, para dejar caer la ropa sobre la silla y permitir únicamente al sujetador cubrir la parte de arriba.

Cuando se quitó la camisa, llegué a ver la magnitud de la cicatriz que ya había visto asomar por su cuello. Bajaba rodeando uno de los pechos y terminaba en las costillas, siguiendo un trazado irregular que parecía querer arrancar el lado derecho de su cuerpo tirando de una parte a la que la herida había conseguido aferrarse.

—   Coleccionamos defectos. – me dice, susurrando. No parece que lo diga sintiéndose culpable, aunque use esa definición.

—   Puede que así sea. – y hago memoria. – También puede que no haya una línea que separe los defectos de lo que no lo son. Excepto la que establecen aquellos que necesitan sentirse por encima de quién los tiene. – adapto casi todo lo inteligente que me ha escuchado decir durante la noche para tratar de entender una nueva perspectiva en un punto de la carretera entre su mente y la mía. – En cierto modo, está en nuestras manos el llamarlos así.

Gina tenía un pecho considerable, esbelto y redondo, con algún lunar en el camino de ida que hice con los labios desde el cuello hasta el esternón. Bajo el sujetador, la respiración marcaba el ritmo de bajada y subida, hinchándose y dejándose hacer a la boca que lo recorría. Antes de dejarle tomar ventaja, guié sus manos a que hicieran lo mismo con mi camisa, que como un trapo desgastado del uso, rápidamente cayó al suelo, haciendo aún más patente la diferencia entre envergaduras que las prendas hubieran podido disimular.

Desabrochó el sujetador en lo que pensé que sería un amago, y se quitó su falda y mis pantalones en la misma inclinación de su cuerpo, sin derroche de locomoción. En la oscuridad parcial que dibujaba el amanecer, nos enfrentábamos con la silueta, gris contra gris, indistinguibles desde el exterior. Sus pezones destacaban apuntando al techo, dando forma a dos pechos que se redondeaban en la parte más baja, formando una esfera que parecía obedecer a los ritmos de la respiración convertidos en sacudida.

Los besé, intercalando mi succión entre ellos y el perfil de su cuello, para antes de disponerme a dar otro paso metafórico al frente, mirarla fijamente y arrancar un beso en el que nuestros labios se entendieran en cualquier contexto.

—   Nadie va a contar el tiempo que estamos aquí. Si me apuras, creo que nadie nos escuchará. Eso significa que nuestra existencia es esto, y nada más. No dependemos de nada. Esto pasará en nuestras cabezas. – sonreí. Le hizo gracia, sé que porque llevábamos intensificando la conversación hasta poder decir algo de este calibre. Me sentí bien pudiendo haber sonado demasiado exagerado.

Mi discurso no mejora la calma del ambiente, esta viene de antemano. Ella me toca la cara, besándome, antes de retirar sus palmas suaves con una intención divertida de esconderlas tras su espalda. Me quito la ropa interior que me queda, y al segundo siguiente, ella hace lo propio con su ropa interior oscura, de la que no sabré nada más hasta recogernos, como si viajásemos al futuro según en qué artículo elijamos poner la atención. Inutilizadas también mis manos, me arrodillo y las utilizo para, sin tocarnos, colocarlas en pinza sobre el borde de una mesa de estudio en la que Gina se aupa, apoyando sus nalgas sobre la madera y dejando sus piernas colgar a ambos lados de mi cuerpo, sintiendo yo, antes de que se abran, un par de caricias sobre la piel de cada hombro y la posterior subida al cuello, con estímulos enviados desde sus pies.

Los beso empezando por la parte de abajo, desde los tobillos hasta la parte alta de los muslos, antes de llegar al centro para saltármelo. Apenas besando el fino vello del pubis, dejando que el aire entre nosotros lo acaricie, hago caso omiso de la palpitación constante que los pocos centímetros bajo mis labios recogen en forma de vibración, pasando a la segunda pierna antes de que su impaciencia se deje caer en voz alta.

—   Por favor. – recibo como palabra en un susurro, convencido de que es un punto de inflexión que en cualquier universo paralelo podríamos usar para saltar.

No dejamos de hablar mientras lo hacemos, subrayando la gracia que nos hace tener que realizar malabarismos entre la mesa y la silla de oficina, con la poca practicidad que ello implica, hasta que nos damos por vencidos y nos tumbamos. Algo más tarde, terminamos de follar y nos vestimos, riendo aún en un estado casi ebrio por el sueño, dejando la habitación con el recuerdo sonoro de un traqueteo repetitivo de los tornillos de la mesa, comentando reflexiones post-coito en las que una consciencia más afilada y libre de culpa asoma por la pupila. Una lágrima sale de mis ojos pasando desapercibida, mientras ella babea sobre la cama envuelta en un cuadro abstracto, con las manos inutilizadas sobre las que cae todo el peso de mi soporte como si dejara patente la primera de las despedidas.

En mis acúfenos, yo resoplo entre la música, intercalado con ella, intentando llenar el momento de un recuerdo imperecedero. Será de las pocas veces que tratar de imprimir el recuerdo y conseguirlo estarán en sintonía. Cuando me duermo, el reloj marca las ocho en punto, simulando una contrarreloj. Que yo duerma ocho horas le resultará inevitable al despertador, como cada semana que se propone despertarme variando la hora sin conseguirlo. El trabajo me deja demasiado cansado, vivo en un túnel de aceleración en el que los recuerdos de otro son cada semana una nueva vida.

Me caigo en un pozo demasiado profundo al dormir, como cuando me concentro. Sueño con vías de tren que me marcan el camino a algún lugar sin dirección, perdiendo el sentido de lo que entiendo como lenguaje, tratando de comprender lo que ha ocurrido hoy, mis sueños de los últimos días y mi relación con una existencia cada vez más provocadora. En mi recién estrenado lenguaje, equivocarse me suena similar a comprender visto desde referencias distintas. El no aprovechar el aprendizaje es lo más cercano al precio a pagar por no estar atento en los errores, con una herida mucho más profunda que el propio dolor en seco. Incluso en el dolor de saber lo que acontece vislumbro un aprendizaje, sintiéndome vivo. Aunque sepa que día termina la vida de Gina en este mundo, puedo acompañarla con el bien que nazca de mí.

Es una noche en la que casi nadie puede tener defensa en la que sentirse a salvo, supongo que a estas horas todos los que vuelven de una fiesta retozan sobre su vulnerabilidad, unos con más suerte que otros, otros más a solas, unos acompañados en su miseria, otros masturbándose en un sofoco. En mi caso, las cosas son distintas, más por el tono que por la consecución, sintiéndome artificialmente completo y en parte, triste por conocer la parte inamovible de lo que Gina no llegará a vivir.

Definitivamente, hoy me he convertido en quién narra la historia, con toda la corrupción que ello implica, aventurándome por primera vez a conocer a una persona sabiendo que poco después habrá de morir. Celebro mi derrota en sobriedad, con un pie apoyado sobre la pared fría a través del cuál equilibro la temperatura del resto del cuerpo, que emana un calor volcánico.

A mi lado, el desnudo analógico de Gina descansa sobre la sábana bajera como el mar delante de una cristalera. El vidrio está limpio en todas las historias que recuerdo, dando sentido poético a la simulación ordenada en la que a menudo pienso que habito. En la pulcritud de ese mundo se tumba Gina, y sus grietas, marcadas sobre la piel del hombro y el pecho, dejan entrar la escasa claridad del día a un cuerpo tan bello como caduco. Su imperfección reluce igual de sensata que cualquier belleza sin resquicios, más aún que una ilógica perfección de fábrica, constituida sin mérito. No sé si habrá canciones que hayan captado eso, pienso un segundo antes de dormir. Aunque yo ya les haya puesto nombre sobre las estrías, aún no se han inventado en esta realidad las olas.