Cerebros nativos

Un relato sobre cómo el lenguaje nos invita a conocernos.

Cerebros nativos
Photo by Kenny Eliason / Unsplash

Suele decirse que la mejor manera de aprender un idioma es copiar los métodos que utilizan los nativos. Yo, que no tengo tiempo para ser un recién nacido ni pasar los primeros ocho años de mi vida sin fluidez verbal en una familia de Bristol, me remito a pasar revista de opciones menos internacionales que el traslado o el viaje hacia atrás en el tiempo.

Miro durante mis plegarias a la estantería, como si en cada paso del proceso desembolsase un rectangulito de mi barra de energía, y ahí lo veo. El libro de alemán es en sí mismo un cofre lleno de misterio en una moneda fuera de circulación: busco obtener un contenido que ya está visible, pero me es imposible sacarle partido.

Hay un hándicap en ello, una duda eterna.

¿Por qué está en alemán el libro de alemán, si no puedo entender alemán?

La respuesta, como cuando no funcionan los cursos que prometen fluidez mágica en internet, una bajada a tierra: el tiempo y la exposición al contexto darán una elaboración más precisa. Una elaboración que aún nos queda grande, que está delante de nuestros ojos pero no podemos entender.

La metáfora perfecta, si me apuras.

No conoces aún tu mundo. Para ello tendrías que rellenar los huecos vacíos, y ni siquiera entiendes el enunciado que te indica eso.

Lo que perseguimos no es baladí; darle una forma de referencia al exterior para poder expresarlo, y mediante la expresión, darle forma al exterior en un futuro. Es decir, aprender sobre algo que flota, y tras un proceso de entendimiento sobre las fuerzas que nos hacen gravitar hacia la tierra, átomos y corrientes de viento, elevarnos a la misma altura para explicarle al resto cómo se flota — sin poder evitar que se sientan perdidos. Podríamos apoyarnos en un idioma conocido, pero también, como los nativos que tanto te fascinan, podríamos intentarlo desde cero o desde el propio agravio del desconocimiento.

Quizá, en la búsqueda incesante de una vía para delimitar el entendimiento del mundo y la personalidad, podamos permitirnos desarrollar, junto con un nuevo idioma, una nueva faceta en nosotros.

Junto con mi hábito monista de bostezar, dejo pasar todas las ideas y motivaciones que mi cerebro pueda tener en los primeros veinte minutos tras levantarse de la cama. Estamos compuestos de varias facetas, como te dicen los que se levantan pronto. Siempre hay una versión de nosotros que quiere posponer la alarma. Lo que no te dicen en la facultad es que una de esas caras poligonales es el hastío de después de la siesta, que a veces dinamita tardes enteras, y que uno mismo podría actuar en contra de lo que uno mismo dijo que quería hacer sin mentir.

Es simple en la práctica aunque complejo el encaje del puzzle: estamos conformados por personalidades enfrentadas, entendidas como se entiende la bipolaridad en las series de crímenes, con una de ellas apostada en nuestro hombro derecho, aura en cabeza, y la otra ardiendo y quejándose del calor.

Según avanza el entendimiento de los conceptos, las puertas parecen abrirse. La magia entra sin llamar, igual que los niños un día desconocen y al otro saben. Es como empezar a levitar. Si ya se entiende un enunciado, o se empieza a centrar la atención en desentrañar qué es lo que cada nuevo enunciado pide de nosotros, se puede confiar en qué hay una dirección en la que se obtiene claridad.

Llega un punto en el que la fluidez al hablar es la principal cualidad de desempeño de un idioma. Todos tenemos un amigo que no llevaríamos a declarar a juicio porque se explica fatal. Porque definir la fluidez no es fácil, requiere de otras bases: una gramática más o menos entendida para no parecer un idiota con buen acento, la rapidez trabajada de las estructuras que surgen solas en el cerebro por la práctica, y un registro de vocabulario, atendiendo a sustantivos, adjetivos y demás, que no solo sea amplio, si no que ofrezca la posibilidad de decir lo mismo de maneras muy distintas, además de poder explicar la definición de cada de las palabras que se usan con su ejemplo. Todo eso está encapsulado en el concepto de fluidez, cosa muy útil, ya que si el otro conoce el significado, puedes ahorrarte explicar la gramática, el vocabulario, y la referencia a aquella vez que explicaste un concepto que estaba basado en… Morderse la cola.

Hay que saber lo que significa morderse la cola para no morderse la cola.

Con el ahorro sustancial, la eficiencia, pero también la precisión. Se apunta con más ahínco hacia el elemento del mundo material que se quiere mentar, incluso a cada una de sus piezas escindidas, pero la fisión nuclear que ocurre en nuestras cabezas no se queda ahí: pueden explicarse conceptos reales o inventados, conjuntos de otros de la misma naturaleza, y construir historias basadas en ellos con meta-referencias usadas como chistes, basados en críticas a esas películas que trataban también sobre conceptos reales o inventados. Todo un viaje.

Fluidez lingüística, memes, transformación digital. Lo más enrevesado que se te ocurra, prensado y condensado en un formato escueto, claro y preciso, amén de las palabras nuevas. Prompt engineering para entendernos mejor, explicarle a tu novia que lo que sientes es debido a factores complejos, y luego, sin quedarte ahí, dejarla flipando con tu nueva y adquirida inteligencia emocional. Un trackeo hasta la raíz término por término, aprovechando que el libro de alemán nunca te dijo dónde parar.

El objetivo del aprendizaje y del lenguaje viene a ser el mismo, aunque a veces se confunda con una eterna charla en la que una consultora estratégica te vende un portfolio de humos de distinta densidad.

El objetivo del lenguaje es tener artificios suficientes para ejecutar con precisión y eficiencia, y sobre ellos, el suficiente espacio para que el carisma y la genuinidad de cada uno aporten un plus: estilo, gracia, inspiración divina.

Como decía un listillo en un post de Facebook — o quizá verdaderamente Ernesto Sábato — la sociedad evolucionó desde un gruñido a un lenguaje completo con miles de palabras, que tras un refinamiento constante, se ha ido reduciendo en los más eruditos, los filósofos, al uso de diez o veinte conceptos abstractos: espacio, sujeto, materia o causa. En esa reducción infinita, muchos se encuentran utilizando la palabra sustancia para abarcarlo todo, en lo que el autor comenta que quizá el más grande objetivo humano sea volver de manera consensuada al gruñido.

A tenor del razonamiento de nuestro amigo el filósofo, parecemos coincidir en algo: la reducción podría ser deseable siempre que el significado y la intención no se alteren. Puede que baste con leer la primera palabra del enunciado para entenderlo, sobretodo ahora que somos ya bestias flotantes que no piensan en cómo hicieron antes para pensar. Olvidaremos la mayor parte del proceso mediante nuestra memoria selectiva, elevados desde la tribuna que dan las palabras para bajar al barro de la cotidianidad, pero cualquier definición que se requiera podrá aportarse de otras formas.

Quizá cuando me pregunten qué quiero tomar responda únicamente con un gruñido.

Conocernos será — si no es ya — saber lo que significan las palabras en boca de otro, en manos de su acción, en la parte de atrás de su cerebro y tras la pantalla ya no tan opaca de su entendimiento. Un movimiento en el aire para pedir la cuenta, un juego de cejas que sugiera un Nestea sin hielos, porque hace calor pero nunca tanto. Una emoción compleja encapsulada por un lenguaje hecho a la medida de los interlocutores de la burbuja desde donde ahora se prestan atención. Flotaremos hasta encontrar un cumplido hecho encarnizadamente para dejar sonrosada a nuestro ligue o al mismísimo libro de alemán, descartando palabras refinadas de una acumulación que nunca fue la cumbre.

Con algo de suerte y un punto de descaro, buscaremos formas genuinas de comunicación entre nuestros iguales, repegándonos a las almas con más potencial paralelo. Habrá una conexión basada en las palabras, sustentada en ellas, pero que rezume otras dimensiones que la conviertan en ligazón espiritual: la mirada, la energía, la vibración. La sustancia. El gruñido.

‘Sé lo que significa lo que vas a decir’.

Y tras la sensual voz que nos busca a tientas, se cierra el telón y se encienden las luces. Convendría analizar por qué a veces la comprensión mejora rodeada de oscuridad y silencio.