Consumir Ciudades

Un relato sobre los puntos de inflexión en una vida hiperproductiva.

Consumir Ciudades
Photo by Tom Crew / Unsplash

Joaquín friega los platos como lo haría un cadáver con restos de adrenalina. Él y los platos existen de manera consensuada, moviéndose sobre el mismo esquema de tocadiscos repetitivo. La vida es repetitiva, meta: ese es un mensaje que también se repite. El día a día de los platos y el de Joaquín fluyen en una sintonía desesperanzadora pero con sentido. Mojarse, ponerse a secar, dejarse manejar. Que los mueva una fuerza mayor o la idea de orden que rige el mundo sin tener ellos ni voz ni voto.

Los pensamientos de Joaquín se etiquetan en varias categorías fruto de la experiencia en terapia. La mayor parte de ellos se llevan la consigna de ‘pasado’ o ‘futuro’, muchos otros son ‘preocupación’ o ‘ensoñación’. Últimamente, los que más le aquejan son los de ‘culpabilidad’.

Él tiene un sistema de productividad poco común y según el día, anodino. Se trata de hacer más, pensar más, descansar poco y aprovechar los ratos muertos de otras actividades para adelantar trabajo. Lo de afilar el hacha es para los que han nacido sin recursos para una motosierra, dice riendo. Se monta en sus frases como un vaquero en un caballo que imita la personalidad de su jinete, aunque en este caso, él hace de la imitación. Le gustaría haber sido como no ha sido, así que trata de llenar ese vacío.

Es cierto que no es cien por cien productivo, también dedica tiempo a ver vídeos, leer libros o devorar cualquier formato que hable sobre maneras pasivas de hacer dinero, pero la línea argumental es la misma: no sentir culpa por desviarse del camino de la eficiencia. Como una enfermedad no diagnosticada, la sensación de querer poder hacer más — más que más, más todavía — llena los resquicios que su mente va dejando para pensar.

Joaquín se enfada consigo mismo cuando no consigue llegar a una hora concreta con sus compromisos personales. Lo cierto es que fija puntos en el tiempo a veces con cierta arbitrariedad, porque por muy bien que suene decir que acabará una tarea en una hora, la realidad es más precaria que las decenas pares. Es complicado reconocer que la vida de uno está plagada de asimetrías y proyectos inestimables en tiempo y esfuerzo.

A veces sale a pasear y piensa cómo podría aprovechar cada minuto. Se pone a escuchar un podcast en los cascos, repite la fórmula en la que calcula que el paseo durará unos cuarenta y cinco minutos, igual que el audio de sus recién añadidas tareas. Vive en una zona acomodada de la ciudad en la que el cemento conoce a vastos parques que aún sobreviven al nepotismo urbanístico. Él da la vuelta donde siempre.

Un funeral es una pérdida de tiempo hasta que toca atender, eso escuchó una vez. Hasta el más hipócrita de los individuos con corazón que conoce se estremecería en la situación que le ha sorprendido esta mañana: Anita, una niña amable y desorientada que fuera su amiga durante la etapa del instituto y los primeros años de universidad, ha fallecido. No ha habido motivos ni una nota, ni una larga enfermedad con previo aviso. Simplemente ha ocurrido.

El silencio comienza a ser pesado en las palabras que se posan sobre su oído al abandonar el teléfono. No recuerda qué ha respondido durante la llamada. Un balbuceo, un par de monemas encadenados. Algo que se diga en estas ocasiones. Su madre se ha enterado por medio de la directora de su antiguo colegio, y se ha organizado un funeral en las siguientes veinticuatro horas al que su madre ha instado a Joaquín a acudir. Las barreras de él se han venido abajo, pero la negación ha durado menos de lo que sus palabras en salir de su boca. Ha aceptado. Tenía mucho trabajo que hacer, pero ya no lo tiene. Incluso a él le convence la razón: un extraño dolor.

— Perdona, tengo que ir al funeral de una amiga. — le ha dicho a su jefe tras pedir el día. Cuando eres el más joven de la oficina, estas frases impactan más. No ha habido más palabras. Ha cogido una mochila con un par de mudas y un billete de tren.

Trabaja las dos horas y diecisiete minutos que dura el tren de alta velocidad, restando quizá unos diecisiete minutos en los que ha sacado un libro de la mochila. Hace tiempo que no lee una novela, piensa. El pensamiento no se apagará durante los siguientes días, aunque su yo más mediático le pregunte irónicamente que de qué sirve invertir el tiempo en eso. Tic, tac, tic, tac. Invertir, gastar, usar, habría que definir cada acción. Él hace caso omiso. Hace tiempo que no lee una novela.

Recuerda dónde la compró y suspira sobre lo rápido que suceden las etapas. La última vez que viajó lo hizo a Budapest con su expareja, experta en los itinerarios de dos días para consumir ciudades. Comer algo típico si es que lo hay, visitar los castillos y palacios, un freetour que no nos quite toda la mañana. Parar a tomar un café en ese lugar que me dijeron mis amigos, que estuvieron también un día aquí.

Caminar. Hacer fotos. El recuerdo inmarcesible de tener sed. La huella imborrable de estar siempre un poco cansado.

Joaquín recuerda donde pararon a tomar café: es curioso, porque no sabría dar ni un detalle más. Los GPS tienen como efecto esa maldición desde que existen: te llevan de un punto a otro sin fallar en el destino, pero en los mapas digitales no se muestra más que lo que queda inmediatamente al lado. Cuánto más te alejas, más se minimiza, y los nombres de las poblaciones cercanas desaparecen.

Ya no hay contexto. Solo un punto A y un punto B.

El viaje en el tren ha sido prácticamente una jornada de trabajo en tiempo récord, pero las chispas desprendidas en los quince minutos de novela han hecho renacer otro sentimiento. Él sabe reconocer el falso afán de coleccionismo de su cabeza selectiva mientras lee: su cerebro le pide recoger las palabras que más resplandecen, las historias con moraleja útil, los trucos de productividad de Internet. Los trata y almacena, los cataloga. Los colores nuevos, las fotos con nostalgia asociada, las frases que funcionarían como caption en un post del curro. Todo aquello que brille. El objetivo no se explicita nunca, pero está claro. Crear un archivo al que acceder que contenga toda esa belleza encapsulada. El porqué también es visible al ojo avispado: el joven hombre se confunde a sí mismo con ese archivo. Si solo fuera capaz de retener todo lo que ha visto — piensa — quizá podría convertirse en esa belleza.

Quizá la persecución de inalcanzables tenga un límite, o con suerte, un sentido. Acumular belleza y eficiencia podría suponer avanzar a otro estado elevado de la conciencia, aunque Joaquín lo duda, porque de momento el movimiento solamente le genera más estrés. Pero él piensa que todo el mundo sueña con escapar de lo mismo, aunque no sea cierto. Así, su realidad es una mentira idealizada: una vida consistente en esperar pacientemente mientras se acumulan elementos en un catálogo infinito hasta de repente, alcanzar un nivel superior, un estado de euforia o de realización extraordinario. Un renacer, un milagro que en el mejor de los casos nos devuelva a una burbuja de ignorancia anterior. Que el estrés ya no sea estrés y no tenga causas, y que se sustituya por el dolor que en la ignorancia descansaba sin racionalizar.

Un dolor desconocido podría ser abrazado. El que acontece más allá de la ignorancia, quizá no.

Y por si fuera poco, Joaquín tiene miedo de dejar de acumular cosas y olvidarse de quién es. De que el resto se olviden de que sigue ahí, de que destaca y es productivo, de que su tiempo es valioso. Quizá pidan currículums en la puerta del cielo, y entonces él llegará preparado. Pero mientras lee aquella novela le invade un pensamiento muy distinto, pues no deja de encontrar en el paisaje a alta velocidad un encanto nuevo: quizá él no es la estabilidad y el equilibrio, ni las cosas fijas que se alcanzan y se pueden poner sobre papel. Demasiados adjetivos maquillados a veces lo abruman. ¿Por qué es él alguien resiliente y no quién definitivamente no soporta bien el hambre? ¿Por qué no es más auténtica su versión hambrienta y estresada? Quizá su descripción pueda minimizarse más y quitar capas de esa superficialidad, no depender de un adjetivo y reducirse a ser el hambre misma.

Quizá se pueda vivir siendo una versión transitoria de una pasión, nada más que eso, una definición escueta. No mencionar nombre ni títulos, conformarse con lo mínimo: ser hambre y tics en la cara.

A Joaquín le gusta su trabajo, pero decirlo en voz alta es un discurso que ha heredado de una versión de sí mismo ya caducada. Este consiste en la publicidad de varias marcas para Instagram a través de una agencia: un poco de esto, un poco de lo otro. Darle alma a los productos, suelen decir en las mesas que colindan con la suya. Recoger las consignas a modo de queja y darles una respuesta graciosa, idear nuevas campañas para lo que los clientes de la agencia decidan, provocar emoción y atención sostenida en sus posts.

A veces siente que a través de sus campañas manifiesta algo que no significa nada, otras veces piensa que quién ha criticado sus obras digitales es de un afán hater que no le permite ver la realidad del mensaje. Ambas son ciertas. Cada frase podría significar algo a la vez que ser un cliché; la atención podría sostenerse sobre productos vacuos o provocar algo de alegría sin un juez para ratificar que lo que dice el slogan es verídico.

También podría darse el caso de que Joaquín escribiera ya en automático, que palabras que deberían despertar y requerir una emoción no se la exijan a su autor, y que el método le hubiese acostumbrado a perseguir un efecto que en sí mismo yace congelado.

Y ahora le invaden dos perspectivas: todo esto desde que abrió aquella novela. Un capítulo ha sido suficiente para iniciar una vía paralela que le hace verlo todo desde una versión pesimista, pero también otra que imagina lo que podría llegarse a conseguir si las cosas salieran bien.

Los días son iguales cuando se tiene la misma rutina, habría que buscar una manera de hacer eficientes procesos que ocurren de lunes a viernes, cocinar, fregar, comer y barrer. La vida sería más amable si quitásemos de en medio lo repetitivo: eso le dice su conciencia productiva. Y sin embargo, la ventana está abierta y da al patio, y ha sonado una versión instrumental de una canción que hace tiempo que no escuchaba.

Él prepara la comida mientras el movimiento se cuela a través de sus sentidos, haciendo que estire sus brazos o se mueva tratando vagamente de fluir. Su cuerpo es instrumental ahora, solo la cáscara y el instinto permanecen. La concepción de su realidad hermética se derrite: los minutos en la cocina podrían haberse preguntado si están o no bien invertidos, pero la pregunta que surge es la de qué nos queda si lo que se repite no se considera parte de la experiencia.

Habla la otra versión y Joaquín escucha, pues nada se interpone entre esa voz profunda y su atención. Cocinar es dedicar tiempo, pero también es vivirlo. Fregar se hará con una queja inofensiva por delante, pero los movimientos que se necesiten no tienen porqué buscar la eficiencia del sistema. Lo piensa sin tener un sitio para almacenarlo: ni cuando se tiene prisa merece la pena vivir con prisa.

Las vías paralelas de su pensamiento nunca confluirán, igual que nunca encajará del todo un individuo en una sociedad con sus propias necesidades colectivas. Habrá que vivir a través de los procesos repetitivos y no a pesar de ellos, encontrándose tanto con fregar como con tener ya fregado. Y aunque nunca vuelva el desconocimiento que nos permite estar completos en la ignorancia, quizá haya valor antes de la compleción del objetivo, un mapa entero y desgastado del uso que nos dé cuerpo, contexto y no solo puntos de llegada etiquetados de antemano.

Cuando la canción llega al final, parece un buen momento para desprenderse de una epifanía sin tratar de volver hacia atrás, pues se ha abandonado ya la ignorancia. Queda un pensamiento intrusivo por tratar para Joaquín, dará tiempo a tratarlo en los años de vida que restan.

¿Cómo van a ser los días iguales entre sí, si cada movimiento que hace con el cuerpo parece ser infinito?