Cuerpos de importancia capital
Recordar es difícil cuando uno altera infinitas veces sus escenas.

Pido cubiertos o me los ponen, no lo recuerdo. Soy más de comer lo que se pueda con las manos, permitirme el derecho a prescindir de la sofisticación. Tengo tatuado en el brazo a un personaje de sitcom, y tatuada en la retina a la persona que antes trabajaba en esta panadería, un chico de complexión delgada y de un hilo de voz aún más fino. Creo que no duró mucho en el puesto.
Nadie dura mucho, los clientes si acaso, yo en su labor de comandante. Han cambiado de empleados ya unas cinco veces desde que soy un habitual aquí, pero solo me acuerdo de ese chico que hará un año que no veo. No espero que le vaya ni bien ni mal, solo que trabaje en un sitio parecido. Si existe una copia en un mundo paralelo — como en las versiones espejo del Mario Kart — espero con honestidad que ese sea su puesto.
Vengo aquí porque nada luce especialmente rico, pero casi todo lo está. El primer punto es importante, casi más que del segundo se cumpla el que esté todo (asquerosamente) bueno. Ningún ítem es un diez, muchos son un nueve. De la vitrina que se ve desde la calle estrecha, muchas cosas me gustan mucho y ninguna me gusta demasiado, cosa que a los viandantes no les da pistas para detenerse aquí. Las ramas secas de la calle sirven como escudo contra el silencio al pisarlas, y en el que fuera el mercado del barrio, enfrente de la panadería, acaban de abrir un Luckia. Refugio mi optimismo en lo primero, acepto que el dolor del segundo hecho es inevitable. Me gustaría llorar por los cambios en el barrio que lo abocan a peor, pero me cuesta horrores entrar en el personaje. A veces siento que procuro pervivir en un equilibrio al que solo lo separa del caos un grito espontáneo.
Eso de venir aquí porque nada tenga excesiva buena pinta no es una filosofía per sé, solo una frase que puede tener gracia sacar de contexto. He decidido nunca más sacarle foto a un plato de restaurante, eso sí podría escalar hasta ser vagamente un modo de vida. Quiero tratar a estos sitios como bastiones en los que solamente puedo guardar recuerdos analógicos: con mi cabecita despierta, nada de digitalizarlos en un marco que pasa las fotos en automático.
Ni comer con los ojos ni perder fuerza por la boca. No dejarme influenciar, si es que es posible hacerlo con las restricciones de este siglo cabizbajo.
Vislumbro el futuro con una mueca esclarecedora; solo quiero ir a sitios donde esté mal visto sacar fotos de lo que te vas a comer. Es el criterio más sólido que he encontrado para luchar contra la validación contemporánea, el que tengo para evitar caer en vivir para otros en vez de para mí. Como diría Erwin Smith en un arrebato, mi forma única de rebelarme contra este mundo cruel.
Con viajar, más de lo mismo. Estuve en Suiza pero no hay fotos, y eso que los pueblos eran de postal. Eso no podría significar que no he estado, pero siempre habrá personas que de no verlo podrán negarse a creer. O peor, que no le dan importancia a lo que no queda registrado.
Soy un viajero del tiempo sin pruebas, una lección sobre la pasión que despega de manera cutre y realiza su puesta en escena sin proyector en el auditorio. No hay un pendrive, soy solo puro storytelling y voz, observaciones chistosas y convicción genuina. Todos los sitios a donde vaya tendrán que pasar ese filtro: si estoy en el presente, no habrá más recuerdos que los de mi interior. Me niego a decidir basándome en el recap post que luego subiría a Instagram apoyándome en los sitios más coloridos, o en hacer saber a otros que estuve antes de aterrizar ese hecho si quiera en mi conciencia.
No quiero que mi mente se convierta en el Cloud del iPhone, con más de diez mil imágenes que nunca revisito. No quiero pintar las imágenes de especiales y abandonarlas luego porque me mueven en exclusiva las experiencias nuevas.
Echo de menos recordar.
Irónicamente, recuerdo más cuanto más recuerdo — como a quién le gusta mucho lo que le encanta — y por eso a veces se me olvida del todo hacer el ejercicio. Me gusta la rutina casi tanto como la vida irreglada, aprecio tanto el orden como la pequeña abrasión del caos mundano.
No siempre que respiro cojo aire, pero cada vez que cojo aire, hago consciente el respirar.
Recuerdo haber esperado media hora al amor de mi juventud en esta esquina, junto a la panadería, para acabar diciéndole que solo la había esperado cinco minutos. Como si pasara por aquí, como si este cruce me viniese a mano, como si esta esquina atrapase a los que gravitan movidos por la espera de otro alma. No echo de menos a esa persona, pero sí verme tan libre y joven como en un recuerdo en el que se conoce el futuro. Ese punto de inflexión precioso en el que nos permitimos crear una versión de nosotros mismos que sobrevive al futuro para lanzarnos un cabo suelto.
Recuerdo avanzar en mi comprensión de la reciprocidad, romper barreras y las escenas íntimas que vinieron dentro del pack de ser adulto.
Recuerdo calor, aliento, cuasialcanzar a las chicas que serían el amor no ya de mi juventud si no de una adultez temprana. Recuerdo mirar fijamente a un cuerpo desnudo como si fuese a evaporarse, como si la primera vez que veía esa figura pudiera hacer imprimir la imagen luego. Recuerdo buscar siempre el equilibrio entre estar con más cuerpos y sentir que cada uno era único, la incoherencia punzante de mi propia afirmación. Mirar a los ojos convencido de que quizá al día siguiente se disolvería esa conexión, de que estábamos condenados como alimentos que se etiquetan ya con la caducidad antes de embarcarse en su viaje de reparto.
Recuerdo detalles literarios de la piel, no la piel en sí. Endiosar un cuerpo que yo bauticé de dichoso, fijarme en eso y en no descuidar el respirar al quedarme sin aliento. Recuerdo que el tratar de crear memorias demasiado impolutas alterase las vivencias.
Evoco el recuerdo desde la panadería y sus horas largas, el hacerse adulto marcado por la preferencia del aburrimiento y cada vez menos por el vaivén de un calendario lleno de colores. Y tras tanta importancia en ese registro, recuerdo empezar a soltar.
Re-enamorarse de la realidad, en donde se puede buscar algo único pero ya no endiosado. Volver al modelo de pastelería como a los hobbies con diversidad: un puñado de opciones con mucho valor, ninguna con demasiado. Sacarle miga a los momentos que no relucen en redes pero se centran en la capacidad de prestar atención. Nunca estar en donde y con quién no estaría si no existiesen las fotos de recuerdos, elegir basándose en la vivencia solitaria. Caminar en exclusiva hacia donde me toleraría solo, aunque luego tenga el privilegio de la compañía.
Hay una chica esperando en la esquina, estableciendo un recuerdo que será distinto para ella, para mí y para quién llega impuntual. Curiosos, los hallazgos de la memoria, ya nada es original del todo. Solo tenemos ideas que otros han tenido con palabras que ya se han inventado.
Solo se recuerda sobre recuerdos ya alterados.