Guía práctica para ser joven

Universidad, frustración, y echar de menos examinarse cuando uno crece.

Guía práctica para ser joven
Photo by Arno Senoner / Unsplash

El bar queda cerca de casa. La casa, cerca de la autoescuela.

En la autoescuela se produce un fenómeno que hostiga e inspira a partes iguales: adultos que creían haber abandonado esa etapa aún han de enfrentarse a un examen, impotentes ante las preguntas nuevas de este 2019 marcado en el calendario.

En cierto sentido — y no soy tan viejo como esa señora que espera su turno en la fila, créeme — examinarse ejerce como una cura de humildad.

Quien se examina asume un rol inferior a quien reparte la hoja. De esa forma, incluso el más listo de los alumnos tiene que estar preparado y asumir que un descuido vale su peso en la pérdida de reconocimiento.

El tipo listo solo es el más listo de su grupúsculo, la Gretchen de su círculo cerrado de banda de patio. Suena equilibrado, como debería de estarlo todo. Y de igual manera que cuando sales de tu ciudad para vivir en una más grande, ocurre que si te pasas de la raya te conviertes en un mero pringado de pueblo.

Los apellidos ya no sirven. Tu hermano mayor ya no te puede proteger aquí. Que te des cuenta o no, eso es otra cosa.

El estudio de cara a mi examen se sucede frente a la ventana, fuente de toda continuidad, distrayéndome para variar. Aún estoy en la universidad, así que no he dejado de tener la licencia para creerme ignorante todavía. Mi padre dice que es un rasgo de sabio, así que que Dios me bendiga.

Mis estudios universitarios son algo generalista, una carrera de esas que tiene una nota de corte alta y en la calle se dice que ‘no te cierra muchas puertas’. Ese fue uno de los mejores consejos que me dieron, empatado en la tabla con el de ‘ciérrate puertas’. Con los años comprenderé lo que significa, supongo, porque solo sé de puertas de pisos de estudiantes que chirrían y ojalá se mantuviesen cerradas para dejarme dormir un rato más.

Le dejo al autor de mis recuerdos futuros la responsabilidad de revisar el aprendizaje vital que suponen esos consejos transgeneracionales. No quiero terminar transmitiéndole a mis hijos cosas que fueron inútiles incluso para mí, igual que ahora mismo hago gala de mi aversión a un trabajo de oficina porque quizá lo que mis padres entienden como seguridad ya no aplica a mi caso.

Entre tanto, he ojeado Instagram y Twitter y perdido un poco el tiempo, luego vuelto a mirar por la ventana y perdido un poco más. No me parecen desgastes del mismo grado, igual que no es lo mismo llegar tarde por un descuido que por ayudar a un anciano herido.

No quiero hacerme el héroe, pero ahora la calle necesita que la miren, equivalente a un anciano resbaloso. Hay una cola para examinarse la autoescuela, y si la dejo pasar, la experiencia morirá de pena mientras gente cabizbaja repasa en una app arcaica las preguntas más comunes. Las que ya se saben bien, las de todas las convocatorias. Las que esperan que caigan.

Yo me niego a no saberlo; me niego a no mirar.

Todavía no echo de menos examinarme, pero sé que lo haré cuando me falte. Ojalá ser uno de esos adultos que espera su turno en la fila para reconectar con sus nervios. Hoy he visto el calendario con más anticipación de la habitual, y dadas las asignaturas que aún me quedan de años suspensos, calculo que aunque ya estoy cursando alguna materia de último año, todavía restan unos veinticuatro meses para que al fin me gradúe. En casa el dinero no va de la mano de un reloj de arena, pero sé que la presión aprieta de una u otra manera, autoimpuesta o explicitada por los santos de papá y mamá.

No me estoy tomando nada con calma, solamente siendo realista. De aquí a veinticuatro meses, las cosas seguirán igual: seré un estudiante con las mismas responsabilidades que aquí y ahora.

Inflación arriba o inflación abajo, sé que iré varias horas a clase, a veces por la mañana y otras por la tarde, en parcelas desiguales de turnos partidos que se repartirán aleatoriamente por los cuatrimestres restantes, dejando huecos entre unas y otras asignaturas que a veces succionarán mi tiempo mediante densos agujeros negros.

Existe la opción de ir entre medias a la biblioteca, exactamente igual de válida que la opción de no ir.

Y siempre nos queda la opción de gritar.

¿Qué se hace cuando tu vida da pistas de ser en el futuro la que ya es, sin cambiar ni un solo átomo del esquema?

No tengo respuesta y tengo asuntos prácticos que atender. Te sé decir que iré al gimnasio cuando pueda y que continuaré mi vida social de manera tan similar a la actual que parecerá que repto por ella. Un 10% entre semana, un 40% los findes, compartiendo cupo con el estudiar y pasar tiempo de ocio yo solo. Podré leer libros si la pereza no me invade antes de dormir, quizá cuando toque techo — un techito de trastero — de días que se suceden entre mirar distintas pantallas.

Todo perfectamente ordenado. A veces, todo perfectamente aburrido. Esa podría ser la vida que nos espera.

Quizá tomar algo fuera de casa, así no en casa. Minimizar el impacto, actividades que asusten por su solidez. La calma que precede a El Molino. Paladear la diferencia entre vivir con o sin actitud los siguientes dos mil jueves y dejar que esa decisión la tome la inercia.

Un paseo, algún podcast, mes y medio de verano. ¿Es eso mucho o poco? Soy joven y no lo sé. Salir de fiesta con gente que no me cae del todo bien, entre los cuáles un chico que acaba de definir la muerte de su abuela como ‘un palo en las ruedas de la bici’.

Rodearme de personas que ni comen ni dejan comer.

Sé que desconectaré o conectaré con otras cosas según cómo se mire, pero esa estructura estática bianual le dará sentido, cierta comodidad y una mirada de seguridad de cara al futuro.

No me lo critico, no se puede ser todo improvisación. Existen hábitos peores que pasear y disfrutar de lo que hay afuera. Hay que ir atando cabos cuando se es mayor igual que uno abandona el examinarse, cerrando etapas de inseguridad atadas de manera indisoluble a lo que un catedrático hoy se le haya puesto entre ceja y ceja que deberíamos saber.

Uno ha de hacerse mayor quiera o no. Ha de elegir entre lo que florece y las malas hierbas a las que uno no querrá juntarse, ya que nadie nace con el filtro ya aplicado en lo que a tratar con los demás se refiere. Y habrá gente para todos los gustos, el continuo divagar del otro lado de la ventana me lo confirma.

Diferencio a la gente que pasea de la que solo va de un lugar a otro por su mirada distintiva.

Algunos incluso murmuran una canción que puedo intentar desvelar desde la ventana del primer piso en el que aposto el francotirador de la distracción.

A veces cruza por delante de mi casa gente vagamente conocida, personajes de mi feed de red social a los que casi les he perdido del todo la pista. Me pregunto sin mucha curiosidad cómo les irá, como si todos los que he visto a través del cristal formasen parte de un conjunto.

El conjunto de personas que ya me da igual pero tendría que saludar por la calle, masa crítica para mi perverso juicio, la parte más optimizada del algoritmo de internet de la que sigo viendo cómo acuden a bodas de otros que quizá conozco de reojo.

Gente que solo es gente porque aún no he dejado de seguirla en Insta.

Me digo que tengo que alejarme de este tipo de comportamientos, pero desisto, cuanto más tiempo paso en la web más me alieno. No es un mal hábito per se, pero está claro que el riesgo de perversión es más alto. Nada que se pueda discutir.

E igual que ocurre con las probabilidades de volverse loco en internet, me paso la vida explicando cómo funciona la estadística a imbéciles que se creen una excepción a la norma que no aparece en los registros como outliers de lo cotidiano.

Si una minoría hace algo guay, ellos son la minoría que estaba antes de que se popularizase. Si una mayoría hace algo que ellos podrían hacer, puntualizan que no es su caso. Convivo con Einsteins que no entienden del todo lo que significa la probabilidad de precipitación y pasan el rato maldiciendo al hombre del tiempo.

El tiempo o el clima, es todo lo mismo. La tormenta y la calma pasan. Vives en un presente en el que las fases se suceden y el futuro siempre llega.

Ha pasado el tiempo y eso antes no pasaba.

Una anciana sacándose el carnet de conducir podría devolverme la esperanza en la humanidad enfrentándose a ser todavía una aprendiz, y hay muchas otras aficiones a las que no me dará tiempo a venerar.

Pienso que la reencarnación debe de existir y descubrirse a medida que uno aprende, porque los ancianos que veo lamentan menos el paso del tiempo de lo que lo hacen los jóvenes.

A la gente le pasan cosas extrañas cuando pierde de vista el reloj, algunas de ellas buenas. Otras veces, la gente se queda sin novio por primera vez en mucho tiempo y en vez de darse un tiempo soltera, se mira al espejo con prisa. La vida te pide que ates cabos y que lo hagas pronto. No somos la excepción, las agujas de la soltería corren en contra si quieres que tu esperma atraque en buen puerto.

Las preguntas existenciales inherentes a la reproducción y la continuación de la especie reverberan de fondo, apostadas en el silencio de las esquinas de tu casa por donde peor entra el cabezal de la Dyson, allí donde no ha cuajado la idea de la reencarnación.

Ni siquiera son preguntas todavía, solo conceptos sueltos. El basilisco de la segunda peli, que de momento solo escuchas tú. Ni siquiera esquemas vagos, nada interrogativo ni acotado aún: un leve siseo de cañería. Si le das forma al silencio, quizás puedas construir un boceto en el braille que dibuja el gotelé de tu piso alquilado.

Paso de leerlo, seguro que el silencio dice algo muy generalista, como el horóscopo de el País o la ingeniería que tu abuelo te recomendó estudiar. Algo como que lo que buscas sentir podría estar presente en el futuro pero está desde ya. Quizá te dice, y con razón, que lo que evitas sentir podría desaparecer — en alguna medida — si das los pasos correctos. Eso plantea una pregunta abierta, pero en el mejor de los casos, útil.

¿Qué le pedirías a la vida?

Porque si es más coraje, estás a tiempo. Quiero decir, haz algo que lo requiera. Sé valiente. Tu solución es la misma que tu problema.

Si es una síntesis, podrías sentarte a escribir y esculpir tú misma el resumen de lo que quieres entender, quitando lo que sobra.

Si es una explicación o una historia que hable de ti, podrías empezar por ir a terapia y tomar apuntes. La parte de tomar apuntes no es una broma: los traumas son chocantes pero las conclusiones también se olvidan.

Porque una cosa es segura de acuerdo con que el tiempo corre en nuestra contra: más vale que hagas una actividad que te conecte con esa parte de ti que te emociona, porque todo el tiempo que le dices a tu mente que descanse está en realidad dejando entrar ese pensamiento que te lleva de cabeza a un abismo de productividad y preguntas en bucle, como por qué no volver a llamar a la chica a la que decidiste que no volverías a llamar.

Tu mente no descansa si no duerme, pero quieres pensar que no es así. Nos negamos a aceptarlo y nos convencemos de que es posible dejar la mente en blanco. La realidad: no te sientas en el sofá mirando al techo y tu cerebro te hace el favor de quedarse vacío. Ni a ti ni a nadie.

Relajarse en la bañera es para los que no tienen pensamientos impuros, y esa gente vive toda en los países nórdicos.

¿Qué esperas? ¿Tumbarte en el agua y no pensar? ¿Cuándo fue la última vez que eso funcionó?

Idealizamos la vida calmada, desmerecemos el aburrimiento que se desprende de un día entero mirando la explanada del Windows donde nos prometimos ir a poner una casita de madera.

Una cosa es segura en mi caso, hay al menos veinticuatro meses delante, que además de un largo tiempo podría ser una esperanza si encuentro respuestas. Me miro al espejo. ¿Qué es lo que quieres sentir?

Lo pregunto porque restan años de algo parecido, al menos en lo que a la universidad se refiere.

En tu trabajo pasará igual después, que mires al futuro y digas ‘Anda, pues estoy bastante metido en una rutina. Esto podría no ser del todo malo’. La culpabilidad no te hará espabilar sin haberla experimentado ni aprenderás en cabeza ajena. Eso te lo aseguro yo y un tema del Chojin de la década pasada.

Pocas veces se da un privilegio como dos años de calma en los que la estructura ya está erguida, en los que tus responsabilidades son aprender y estudiar (en ese orden) y sobra tiempo para cincelar alegrías a tu favor.

El objetivo de las preguntas no es la respuesta, sino el conocimiento, así que te lo pregunto otra vez mientras se pierde tu mirada en el calendario. ¿Qué es lo que quieres sentir?

El cauce principal de los pensamientos se separa hasta límites obscenos cuánto más tiempo tiras del hilo, a las pruebas me remito. Quizá la anciana que ahora entra al examen de la autoescuela no lo sepa y esté menos nerviosa de lo que yo estoy tras decidirme a encarar un futuro que luce plano, con toda la oportunidad que las opciones sugieren y toda la responsabilidad que se desprende. Toda mi esperanza, vestida de patio de pueblo, entra por la puerta de la autoescuela tarareando una canción de el Canto del Loco — o al menos eso parece desde aquí.

Es jueves ya y el fin de semana se acerca, y elegir si vivir con iniciativa no perdona ni a los viejos ni a los diablos.

Por suerte tengo cosas que hacer. He dejado mensajes sin leer y varias notas de voz que me daba cierta pereza en cola, creo que es momento de levantarse y cerrar los apuntes por hoy. Necesito escuchar una voz que no sea la de mi cabeza, porque estoy empezando a poner voces a los que veo cruzar por la ventana.

Es 2019 y no se ha inventado aún el x2 de los audios de Whatsapp, descuida. Por lo menos todavía seguimos siendo humanos.
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