los influencers a juicio

¿Sabías que decir que sientes no es lo mismo que sentir?

los influencers a juicio
Photo by Jason Leung / Unsplash
Me costó un año asimilar la frase:
‘Decir que sientes no es lo mismo que sentir’.

Creo que me llevará una década enfrentarme a:
‘No sientes lo que los vídeos catalogan que has sentido’.

Criticar es, indirectamente, hacer autocrítica. Siempre me fijo en lo que no he sido y en lo que ya dejé atrás. De vez en cuando, hago crítica atemporal de lo que he querido ser y de lo que me falta.

Si veo a alguien y enuncio que no es de mi agrado, pocas posibilidades caben: lo más racional que sé hacer es canalizar el descontento por lo que yo era cuando aún no me gustaba del todo a mí mismo. Cada persona tímida me recuerda a mí cuando fui tímido, reflejándose en mi trato hace ellos mi actitud. Está poco comprometido con la valentía, pienso mascando, juzgando a esa persona como lo hago con mi versión pasada.

Las versiones jóvenes que hemos sido fraguaban su opinión como espectadores selectivos, no mostrándola del todo por miedo al que dirán, tachándose de modernas y antisistema como lo haría alguien que sobreestima su persecución del perfeccionismo.

‘Nadie me comprende’.

O nadie te escucha, porque no hablas. Cuando hablas la gente se ríe de ti, eso es parte de un proceso saludable. Tienes que exponerte al juicio público para saber cuándo tus opiniones son de forma unánime descabelladas y lo que representaría un riesgo para la raza humana.

Ser antisistema es — en muchos escenarios — no querer meter la pata.

Claro que este juicio me aplica a mí, no a todas las personas tímidas. Cada uno podría actuar así por un motivo. Aplicar el mantra de que ‘todo debe de ser puesto en común’ es un arma de doble filo. Claro que si quieres tener un negocio, hacer algo insensato o viajar durante un par de años, desde “la sociedad” te van a mirar mal y a sugerirte que no lo hagas. No digo que toda opinión externa esté bien o sea siquiera válida. Digo que necesitas alguna como referencia.

La opinión es útil, igual que a menudo lo es la crítica. Es importante que, en vez de estar callado, armándote con argumentos infalibles en el silencio, compartas esos pensamientos con el mundo para descubrir que son de todo menos imbatibles.

Estar callado, cuando no se quiere estarlo, es una forma de ser cobarde.

Recientemente he notado cómo hemos hecho crítica de los que se exponen, especialmente de los que en las redes más lo hacen. Nuestros protagonistas son los influencers. Tú y yo formamos parte de esa crítica en masa que ellos soportan: uno de los cientos de miles que se lanzan a juzgar y comentar los trazos que llegan de sus microcosmos alineados con la app Instagram Feed Preview.

Creo que la correspondencia entre crítica y envidia no siempre aplica, y que en este caso, hay parte de deseo como parte de intolerancia a la fina capa de mentira extendida en formato multimedia. Mi análisis no es nada nuevo: ellos defienden, a veces sin buscarlo de antemano, una película fina de valores que no casan con los míos, como lo son la preocupación por la ropa y la joyería, el qué dirán y el discurso manido.

Les envidias, dicen: quieres lo que ellos tienen. Procedo a hacer mofa, como si yo fuera inmune al placer, al vicio y al dinero. Ni tú te acercas a mi postura porque crees que hay cosas de ellos que merece la pena envidiar que yo no reconozco, ni yo me abro a reconocer que algunos de sus aspectos están bien como están, e incluso son admirables. Ni para ti ni para mí. Ni comer ni dejar hacerlo.

Envidiar correctamente es difícil, hay que elegir entre muchos sujetos. Centrémonos en las influencias de carácter general, ni de comida ni de libros, si no de tostadas y de sitios de brunch que buscan el reconocimiento de ser la recomendación más puntera. Embajadores de su propio estilo, de su viaje con la casa a cuestas, de un iPhone 15 cargado y cerca de la oreja en todo momento. Bali, República Dominicana, Costa Rica. Mi gente, estamos en Japón. No hace falta que te remontes a buscar tan atrás esas playas de ensueño, estas historias son todavía de hace cuatro meses.

Lo que ves es la nueva realidad, historias destacadas en orden cronológico ligadas al descenso a la locura, siglas sumadas a emojis de bandera en lugar de países. Puntos A, B y C que simulan un mapa completo, resúmenes de diez imágenes en lugar de experiencias integrales.

Tú estás en posición de juzgar por defecto, pues la comparativa es inevitable. Se te ha colocado en la salida y te apellidas Bolt, no pueden pedirte frenar tu naturaleza. Esta es su exposición al mundo, así lo será tu defensa reactiva. Esos destinos, su hotel de lujo versus tu Airbnb contra el que has lanzado un cálculo mental de días, personas y euros. Sus infinitos días de vacaciones versus tus veintitantos. Su piel que sabe a sal del Himalaya y a producto que les han regalado, tu piel que sabe a normalidad. Ni a obrero, ni a cajera, ni a consultoría para empresas, simplemente a normalidad. A estar parado, o peor: a estar mirando lo que ellos hacen.

¿Son ellos “la sociedad” que marca una tendencia, o son nuestros hábitos de consumo los que le dan legitimidad, si miramos y criticamos lo que ellos hacen desde la pantalla? Retórica, como siempre, la pregunta que abre los ojos. La sociedad son ellos, pero lo es también uno mismo.

Lo inesperado de todo esto: hay otros que también miran con lupa lo que los influencers hacen: ellos mismos. Los que “lo hacen”. Miran las métricas de lo que un vídeo deja patente que hicieron, lo escrutan y lo revisan sin que cambie. Bueno, a veces lo editan, pero nos entendemos. Lo ven mil veces porque esperan hacerlo mejor la siguiente vez. ¿Hacer mejor el qué? La ejecución de la vida, si es que eso existe. El delivery de la experiencia.

Me costó un año asimilar la frase ‘Decir que sientes no es lo mismo que sentir’. Me llevaría una década enfrentarme a ‘No sientes lo que los vídeos catalogan que has sentido’.

Qué es la paz en Bali si no se vive, si capas de estrés y superficialidad se interponen entre el impás de respirar y sentir la respiración. Si en tu comodidad no encuentras un sentido. Si te ahogas.

Tú miras lo que los influencers hacen anhelando tenerlo. Ellos también.

No a todos los acomodados les aplica, pero el vacío existencial es difícil de esquivar cuando te toca el hombro con sus dedos. En Bali ofrecen una exclusiva cueva para respirar a metros bajo el agua del mar, pero cada día que pasas sin ejercitar la respiración es un día más lejos de salir buceando de una bocanada. Y esa bocanada no se parece a ahogarse, sino a una tostada de foto. Perfectamente lacada, con la cantidad exacta de cada ingrediente para una #publi pulcra.

Hay preguntas que permiten momentos en los que la mente de alguien vigilado puede desconectar imitando un papel, respondiendo a cuestiones sencillas de persona de a pie. De dónde es, ese lugar está en Madrid o dónde queda. Un comentario de ‘guapa’, otro de cómo vas vestida, otro de jolín con la joyería, una foto de un segundo de duración vía mensaje directo que hasta a Rambo le daría miedo abrir.

Solo hay un problema.

Tienes que elegir si creerles o no. Como si se pudiera escoger entre que los comentarios positivos dejen huella y que los negativos pasen de largo.

Sin embargo, la lógica es la misma para ambos. Los buenos tienen credibilidad, la tendrán también los malos. El veneno.

Nada justifica el odio gratuito, rompo una lanza por eso. ¿Qué hacer ante el veneno? Mejor no leerlos y que no pesen, seguir de largo con las promociones de lo que sea que toque hoy. Tampoco queda otra. Una vez creado el nicho puedes encerrarte en su espiral descendente. Cosmética, joyas y libros de poesía. Saber que estaba bien algo antes de probarlo porque todos™ lo recomiendan, la idea de libertad mediante la compra hiper-influenciada.

Cómo elegir lo que podría estar sobrevalorado, si hasta el ranking de los cien mejores libros entre los que puedo elegir está ya mascado por un tribunal para el público.

Así, un gasto detrás de otro, el control caótico, ninguno. No siempre se muestra todo en redes, solo la parte buena — y esto es ya es una pieza de conocimiento popular. Pero es fácil odiar a los que se exponen, tenemos que ser conscientes de que en el insulso papel que nos toca es fácil seguir la corriente. Si de la crítica nace la autocrítica, ¿Qué queda cuando nos miramos al espejo?

En cuánto uno se olvida del daño que hace, se convierte, más si cabe, en lo que otros llaman despectivamente “la sociedad”. Debemos asumir que lo somos y remar a favor de aplicarle un sentido común. Y los influencers, te parezca bien o no, son ahora los que se exponen, haciendo (o no) lo que les gusta, pero contrastando su vida contra la opinión de cientos de miles.

Que no sufre quien se pone al mando es una gran mentira.

¿Está entre los influencers la capacidad y el derecho a sufrir? Cuál es el máximo sufrimiento, me pregunto, si lo es la falta de recursos, la falta de ganas o la falta de presión. Cada cuál elegimos nuestro propio remordimiento y descartamos el que no casa con la vida de un pecado distinto al que cargamos. Uno de los grandes sufrimientos que llega entonces es la desazón.

Encuentro paz en bajar las escaleras andando, pero solo durante un tiempo. Todo se hace monótono con la repetición, necesito espaciarlo. Voy al islote del lago a nado durante los veranos, empapándome de agua fría hasta las ojeras, pero el recuerdo quiere sentir más de lo que el presente le deja. A veces no hay energía para sentir lo más simple y sensato, lo más bello pero rutinario: eso es desazón.

Ya no hay presente apenas, y la idea del presente idealizada como un estado con el que fluir se ha comido a la idea de un presente cutre y pegado a mí como una costra que pica. Pero el presente lo es todo, iluminación y costra, revelación y la hostia del aburrimiento. Sábados y martes por la tarde. Estar en movimiento o en estado de congelación.

Cuando tu vida está pagada y publicitada, la desazón puede aparecer donde te prometieron que habría paz y éxito.

La idea de lo que debería ser el presente desplaza al presente.

No hace falta ser influencer para sentirlo, se puede participar también desde una vida mundana. Te preguntas por qué ya no sientes tanto, y entre distracciones, concluyes que necesitarías más tiempo para tratar de encontrar qué te ocurre. Tu calendario luce ocupado y no parece haber reflexión posible, así que quizá la siguiente semana te pongas con ello.

Pedirías más tiempo si pudieses. Lo llenarías acto seguido.
No tienes tanto tiempo como quisieras. ¿Pero tiempo para qué?

No quieres hacerte esa pregunta.
Que si quieres tiempo para-puto-qué.

Tiempo del que tienen los influencers, que ahora se quejan también del tiempo, que se enfrentan a él, porque nadie adelanta al ritmo al que saca series Netflix y no puede uno seguirlo todo y comentarlo.

Tú luchas contra tu propio vacío en tu semana mundana y repetitiva, y puede que mires a los influencers porque ya saben qué hacer: su labor social es entretenerse a sí mismos mediante la superficialidad de los eventos y las hamburgueserías Vicio, y de paso, que funcione contigo. Eso conduce a una poco alentadora versión de futuro.

El futuro es inventar nuevas formas de que te sientas ahogado en la comodidad y venderte una que te ahorre un poco la pena.

Un Spotify que cambie de canción con un movimiento de ceja. Luego, años después, con un pensamiento. Minimizar el impacto del esfuerzo hasta reducirlo a una transmisión entre neuronas. El futuro podría ser desaprender a acostumbrarse a la brisa y al agua fría, al islote que no encaja en el encuadre del Insta Preview. Desaprender a nacer y aprender a hacerlo en fotos si estas producen una sensación más agradable que el aburrimiento. No sentir la vida, grabarla en vídeo y editarla.

Deducir qué fue lo que debimos — pero nunca llegamos a — sentir.

Dices que sientes nostalgia porque es lo que deberías de sentir según tu cálculo mental. Navegas un sentir de segunda mano.

Aún recuerdo la invención del marco digital como el quinto advenimiento de la tecnología, a pesar de ser tan solo una adaptación de lo analógico a una pantalla de carrusel, como si desde 1980 hubiéramos imaginado el 2010 y nos hubiéramos tomado a pecho Regreso al Futuro. Mis abuelos aún conservan el suyo en casa, y para los que ya pasaron de largo, adultos hechos y derechos, se siente un dispositivo entrañable de verdad. A ellos, las emociones básicas aún les funcionan. Qué nostalgia la nostalgia que sienten. Papá y mamá miran el marco de fotos y todavía se emocionan, mi enhorabuena.

Yo los miro a ellos. El marco digital, mis padres, yo mismo: esta emoción de tercera mano quizá me haga despertar a mí.

Se nos separa tanto de la realidad como dejamos que se nos separe, pero eso ya hace años que no aplica. Hay tanta influencia del exterior, de los recursos a pelear y de las redes, que el hacernos responsables únicos es injusto con nosotros mismos, igual que sería culpar a los influencers de haberse convertido en lo que son cuando la visión del éxito la hemos construido y validado entre todos.

Quizá tengan razón en su planteamiento inconsciente y hayan descubierto ellos la clave con la que enfrentar el hastío, porque no encuentro en los críticos de mi generación tampoco un modelo más allá del odio. Quizá se podría enfrentar el vacío, la caída y la quemazón con esa capita fina de superficialidad sobre una tostada con un matcha verde de fondo. Un poco de brillo sobre los destrozos quizá nos salve.

A lo mejor la clave es embellecer la parcela de mundo que sale en nuestra foto: la habitación, el jardincito de la casa paterna, el balcón de orientación sur en un barrio gentrificado del centro. Embellecer tanto que no quepa una mota de polvo, borrando la realidad de los huecos. Salir cuando dé el sol y no publicar cuando llueve, salvo que se alinee con el ánimo. Romantizar la lluvia cuando uno tiene techo, el frío cuando uno no muere a la intemperie. Poder pensar que una publicación te curará los males si empatizan todos a la vez contigo. Todos a la vez, al unísono. Quizá esa sea la clave.

Quizá las tostadas del desayuno incluyan el desconectar de una realidad que se daría de bruces con el inmenso hueco que deja el mirar hacia un cielo sin estrellas. Entretenernos, hacer-para-la cámara-como-que-agarro-la-cámara-que-ya-no-es-una-cámara, si no un iPhone 15.

Meta-sacarse fotos. Meta-intentar-sentir.

Mi labor es sencilla si hago crítica sobre lo que veo, pero mi juicio no sabe devolverme la mirada.

Busco respuestas pero no las encuentro: me vuelvo hipócrita y aburrido. Si rompemos todas las lanzas, alguna estará bien rota. Y si no queremos pensar, plan A, siempre nos queda acompañar sin dudarlo a la opinión popular: criticar a los que se ganan la vida en redes, a la prensa rosa, a las mujeres culturistas, que estar así de fuerte no puede ser ni sano ni bueno.

Que la opinión popular más popular sea criticarlo todo sin volver a nosotros.

La envidia, la crítica, el odio. Todo tiene que surgir de algún modo. Quizá la explicación sea tan simple como reducirla al individuo: demasiada distracción en la que caigo, demasiado tiempo en Instagram. Estoy molesto conmigo mismo. Puede que solo odie mis hábitos, la influencia que se ejerce sobre mí y las preguntas a las que no sé responder que los influencers atajan con banalidades. Las preguntas que tampoco quiero responder yo.

¿Qué si quiero tiempo? ¿Y para puto qué?

A veces, lo menos popular es ser compasivo. Podrías intentarlo con los influencers desde la compasión, y de paso, mirarte a ti con la que sobre.

No te salves solo a ti, que apenas sientes a veces ya tus emociones.

Sálvalos también a ellos, que no saben que verse intentarlo no es lo mismo que sentir.

Pido perdón por el uso abusivo del concepto Instagram Feed Review. Lo aprendí durante mi investigación y creo que es tan utópico que mete miedo.