Los sentidos

Un relato sobre un sueño en el viejo oeste.

Los sentidos
Nunca las fotos son solo de mí. Cuando miro fotos de aquel verano, siempre pienso que será imposible describirle al peluquero mi corte con la suficiente precisión como para que me dejen igualito. Amo a todas y cada una de las personas que me acompañan.

Dan la vuelta el viento y las consideraciones allí donde voy a parar. Las toperas de la estación ferroviaria son los atlas de la puerta a un núcleo primigenio donde se construyen las capas más externas, esto luce como un fin del mundo castizo. No hay velo que mi cuerpo atraviese de manera física al pasar a través de él. Las secuelas son más profundas, como quién dice que el frío es solo mental. Por supuesto es mental, y por ello ineludible, la sensación es lo suficientemente sobrecogedora como para poblarlo todo, psique y corporalidad, también ligadas a la mente. Las emociones hacen de contrapeso sobre manos y hombros, hundiendo la carne más blanda con su gravedad. Me sitúo en un espacio diáfano construido sobre un sueño, donde puedo navegar a libre albedrío mediante las piernas.

En ese reducto de espacio termina el tiempo, el mundo conocido. Allí se para, no hay tiempo, este se descuelga. Todos los sinónimos hasta que sea uno capaz de comprender que no hay algo que envejezca dentro de los límites de esa población a la que viajo en sueños por primera vez. He llegado a donde el sueño mismo me guiaba, y me quedaré a observar hasta que me dé cuenta de qué es lo que echo de menos en mi mundo cotidiano o me rinda.

Al principio estoy yo solo. Luego, un reclamo invisible comienza a convocar a los actores, que cargan en sus bolsas kilométricas las herramientas y materiales para establecer una colonia allí, como si fuera un pueblo en el viejo oeste. No vivo años porque no hay temporalidad, aunque para quién ha vivido siempre constreñido por cifras en la muñeca, cuesta no hacer distinción entre el antes y ahora. El caso es que cuando ya hay locales construidos allí – un bar, un salón de baile, un salón de té, todas esas cosas tan ociosas y necesarias – parece como si siempre hubieran estado. Y las personas que vienen de visita no visitan, orbitan sobre su pesantez, como adolescentes que no volverán a casa porque no hay hora pero permanecen alerta por la oportunidad de consumir una noche entera fuera.

Poco después, los actores pasan a estar instalados, convirtiéndose en vecindario. El barrio lleva una vida allí, y la generación que lo llena es toda joven y alocada. El ambiente está lleno de personas que han venido buscando fiesta, yo me entretengo mirando sus patrones de conducta con una zapatilla raída apoyada sobre la pared externa a un local. Todo parece terrenal, lo construido imita lo que soy capaz de reconocer en mi mundo allá fuera. Diferencias sutiles se desmarcan en el entorno, sin ser nada inusual: hay más gestos, microgestos, reacciones. Más que cuando la gente está sobria. Hay más movimiento, una especie de fluidez caótica, ordenada por lo mismos seres cada vez más imprevisibles. Más sonrisas y más hostilidad, más descaro. Esperanza sin nombre en ojos de gente con mirada perdida, más espontaneidad, sonidos que se clavan más hondo. No hay nada que tienda a menos a excepción de los contrarios de lo que sí va a más. Destacan ritmos distintos: colecciones de seres lentos que sin torpeza se abren un camino, fantasmas dinámicos que esquivan la torpeza propia y la de otros por milímetros. Y de ellos, soy el único que se siente caduco aquí, a excepción de una chica que mira desde el apoyo cariñoso de otra pared, ya separadas las aguas de la corriente central que nos separa. No entiendo cómo la falta de tiempo podría solucionar algo que no fuera un problema artificial, cómo podría usarse esa ausencia de tiempo si no es para perderlo. Mi comprensión de la vida no pasa por vivir para siempre, tampoco bailar en todo momento, aún menos distraerme sin más. Por donde he venido terminaré yéndome, a las pruebas de mis pies en marcha me remito, sin extraer ninguna conclusión de este sueño más que la de que un tiempo estanco solo es útil para quién no avanza.

Vuelvo a mis estantes habituales, mi habitación de moqueta difícil de cuidar en una ciudad con el alquiler por las nubes. La responsabilidad sigue donde estaba: el casero pedirá la renta y rendiré cuentas por los clavos en las paredes, llegará una carta con los plazos de pago de la universidad, un aviso con antelación pero de urgencia en el correo. Las perspectivas, como los recuerdos, solo sirven si se usan como herramienta para mejorar el futuro con su aprendizaje, y sin que existan las máquinas del tiempo, las revisiones sistemáticas de conducta funcionan igual pero con un período de prueba y error. Los sueños tienen casi todos moraleja, aunque se aplique tras su contraste.

Y entonces tú llegas a casa cansada, con una queja por bandera que yo relamo como una lágrima de sal. La perspectiva de que existas sobre la realidad, austera y tan concreta como cincelada, es más que suficiente para esta vida mía. En las lindes donde no había normas yo no encontré nada de valor que hacer, aunque fue divertido quedarse mirando la fluidez espesa de las calles atestadas. Al acallar tus quejas sintéticas, entre sonrisas leves de atención, apenas sin un segundo de poca intensidad, te pido un minuto para hablar con la mirada en línea recta, todo lo que mis pupilas me permitan sin difuminar tu imagen cercana.

Entre tu caducidad y la mía trazo un movimiento con un antes y un después marcados, llenas de tiempo seco, habitual. Nuestra efimeridad es un destello de color un un timeline a veces opaco, que solo en contadas ocasiones nos regala momentos de conexión en los que nos derretimos junto al tiempo corrido. Entonces coloco una flor sobre tu pelo con infinito cuidado, apurando la reflexión. Ni siquiera a las flores se les permite perdurar donde aún existe el tiempo, pienso. La fugacidad es un regalo inintencionado para los sentidos.