Mis emociones son mías
Un concierto al que yo iba obligado y tú en éxtasis.
Hay dos verdades primordiales que llegan a conocimiento de la psique junto con hacerse adulto. La primera es que la gente miente con respecto al dinero que gana y que gasta. La segunda, que las drogas se empiezan a hacer populares mucho después de los dieciocho. Más populares de lo que pensabas. Mucho más tarde de lo que cabría esperar.
Love of Lesbian ya no toca en el Wizink, eso me he repetido últimamente. En realidad, no me he parado a comprobar si esa era la realidad. No quiero darme de bruces con que quizá sigue habiendo conciertos pero me falla la energía a la hora de apuntarme, o una opción aún peor, una idea más profética: terminar yendo y no poder sentir lo mismo que sentía cuando era más joven. Tan joven como cuando las drogas eran tan poco populares en nuestra franja de edad que nadie había apretado los argumentos cada sábado para normalizarlas.
El alcohol, por su parte, siempre estuvo de moda. Si repartes culpa, tocamos a varios miles de millones, y si la inteligencia artificial está correctamente entrenada, sufrirá esa disonancia entre leer que todos los artículos de internet dicen que el alcohol es dañino y tener que atender a la implacable realidad de que las terrazas están llenas de consumidores alegres.
Créeme, se puede sobrevivir décadas en la duda sin que los argumentos científicos calen hondo. Casi todo mal hábito tiene un canal racional y uno puramente primario.
Love of Lesbian también despertó siempre en mí algo primario. El grupo tenía una canción sobre una noche de concierto: algo que rechinaba vibra meta, pues en sus conciertos se cantaba luego sobre cantar en sus conciertos. El talón de Aquiles de Aquiles, su talón. De sus más populares, la canción el Club de fans de John Boy trataba sobre una figura venerada de la escena musical a la que un hater en el papel de narrador no entendía — se olía que no había por dónde cogerlo, pues era otro excéntrico con más marketing que talento — y solamente aceptaba a regañadientes el acudir al concierto porque el amor de su juventud, una mujer joven a la que el éxtasis tampoco le servía solo como expresión, estaba loca por él.
Durante el transcurso de la interacción parasocial con John Boy, el protagonista de la meta-canción se sentía identificado con alguna parte de sus letras. Entiendo que al principio esto tuvo que darle algo de rabia, como a ti cuando tus hijos te piden que cortes sandía para el postre. Cuando tus enemigos tienen talento, hay que reconocerlo sin esconderse. Pero poco después, algo hizo click y lo convenció de cantar como el resto de la grada. Estos tenían algo especial que el protagonista había fallado en observar. Todos eran incomprendidos, incomprendidos por la gente que en su día a día tenían alrededor, y el cantautor había conseguido darle forma a esa percepción y conseguido conectar con los afectados por el rechazo. Ese era el talento — y no tanto la música per se — de John Boy.
Supongo que mientras él miraba a la chica con la que había ido al concierto, sintió un par de punzadas de realidad a la vez, azuzadas por las letras de Jonathan: ella no comprendía que él la amaba, por muy platónico que fuese, y segundo, que las drogas estaban claramente popularizándose. Espero que eso fuera de lo que se dio cuenta. Si no es así, poco me importa. La mujer de la canción mentía sobre su sueldo.
Ser adulto es aceptar qué mentiras quieres contar y cuáles aceptas que te cuenten. In addition, ser humano es hacer lo mismo con la persona que tú mismo eres.
Mi último concierto de Izal— otros que tampoco tocan ya en el Wizink — fue una experiencia con ciertas similitudes. Hay un especial cariño reservado para las ocasiones en las que amigos tuyos que no se conocen entre sí eligen para juntarse con un motivo elevado. Esa fue una de esas veces. Cada uno es de su padre y de su madre, como se suele decir, pero en el reproductor de los coches de toda pareja, padre o madre separado sonó Izal alguna vez. Eso fue lo que nos llevó hasta allí, con la suerte de tener a la vez un nexo y al mismo tiempo un fabuloso organizador de eventos como amigo.
El recuerdo del concierto me dura lo que una canción de Love of Lesbian. Creo que tiene que ver con que lo he organizado para que en la introducción a teclado vayamos en el metro hacia el estadio, corriendo por la prisa, el estribillo coincida con la experiencia concertil en sí misma con guiños a subir a amigos a hombros, y durante la parte final se deje entrever una moraleja acompañada de sentimientos hacia las personas que me rodeaban, casi rozando el amor platónico. En mi caso, tampoco fue nunca santo de mi devoción Izal Izal (la persona de Izal), pero en ese momento se lo habría perdonado todo.
Es curiosa la perspectiva romantizada de los eventos que hemos vivido con intensidad, especialmente la de los que parecen no poder volver a repetirse. Si me preguntan a mí los domingos, dejo hablar a Joaquin Phoenix con gafas de pasta: nada volverá a ser como era antes, viviremos pequeñas versiones de las emociones ya conocidas. Si me preguntan un jueves, quizá no solo recuerde con nostalgia, si no que sea capaz de disponer de mi cuerpo para ponerlo en dirección a vivencias de similar calado y venderme esperanza en el discurso.
Soy distinto a lo que he sido, está claro. La ignorancia se aprieta hasta pasar por túneles estrechos, incapaz de volver a su forma original cuando mira sobre sus pasos. Yo antes estaba casi rapado y las patillas que llevaba no me hacían justicia. Ese evento canónico apenas dejó fotos, solo un vídeo en el que Mikel Izal adornaba con su voz las miles de linternas telefónicas del estadio. Apenas me recuerdo entonces, pero tengo una imagen de las luces en la que la grada y mi grupo de amigos se sintieron parte de lo mismo.
No sé en qué parte de mi videoclip mental encaja ese recuerdo.
Ese día no tomé café, y aún así estuve alterado desde el minuto uno, sintiéndome joven como quien salta para tocar el techo. De drogas ni hablamos, si ahora que son populares no las trago, mi versión inocente solo tenía una capa de miedo añadida al asco. Nada de fumar, nada de alcohol. Nada de nada. Mi droga límite es un zumo de arándanos del Lidl. Mis emociones me pertenecen, le digo a Carlos, que se tumba al lado de una ambulancia haciendo como que está borracho para que le saque una foto. Mis emociones son mías, yo me ocupo. Mikel Izal que se prepare su parte.
El concierto de la ducha ocurre casi con tanta intensidad como el de las nueve en punto, golpeando el aire con los puños, contando las horas cuando uno se acuerda. Se cuela alguna canción de Love of Lesbian en la inamovible cola del Spotify, tampoco pilla tan a desmano el estilo. Recuerdo cosas que pasaron, otras que no del todo que la memoria moldea después. La emoción del champú y el gel, conversaciones infinitas tras quedar a las siete y media que tuvieron que acabar pero de las que no guardo un final cerrado, caras benditas entre las luces de linternas del Wizink, decisiones que nos devolvieron a casa sin salir por ahí, haciendo que me pregunte dónde querría haber ido, dónde iría ahora si a mi versión actual la soltasen en 2016 como regalo de cumpleaños para ver a un Izal que ya no da conciertos.
Hacerse adulto pesa en los pies, eso lo descubres cuando vas de viaje. Hacerse adulto pesa en la espalda cuando ya no te agachas a echarte fotos fingiendo estar borracho al lado de una ambulancia. Hacerse adulto pesa en el pecho cuando prefieres no saber si siguen haciendo conciertos, porque la logística, el dinero y el miedo a que todo el mundo se meta algo para poder disfrutar se interponen a la intensidad que imaginaste en la ducha.
Ya no te pasas a gritar por el Wizink y Nobita ya no se pasa por el parque de los tubos de cemento. Somos adultos con la penitencia que nos ganamos a pulso. Yo elijo mi pereza y mis emociones propias, tú el moverte y las tendencias.
Yo voy al concierto si acaso obligado, tú en éxtasis. (0:26)
