Niños y átomos sueltos
Ser joven debería ser apretar del todo la sien al pensar.
El presente no es sencillo de identificar en el movimiento.
La proyección de los siguientes instantes luce tan real como el instante actual. Los seres vivos — y los objetos lanzados por dichos seres vivos — ganan en velocidad mientras el parque se pliega a las rutinas dominicales: correr, saltar, la merienda, el desafío.
Todavía es un rumor, pero llegará a tus oídos: el aire es digno de respirarse de manera pausada. Si uno lleva rato sin pensar en inhalar, lo desprestigia todo. No quiero olvidar la sacralidad de cada latido y respiración; me prometo que a partir de ahora supondrán un rezo meditado.
Varios grupos de seres vivos se agolpan bajo una sombra salvadora, en contraposición a un calor que no perdona. Los perros del parque corren a toda velocidad, dejando cortas las expectativas sobre su dinamismo como las de ancianas en un diluvio. Sorprende su agilidad mientras persiguen la salvación en forma de frisbee o Phlat Ball, mientras la imaginación hace estragos para determinar dónde estarán sus cuerpos a unos instantes vista de aquí.
La incertidumbre parece manejable, pero es ilusoria. ¿Cómo de sensato es intentar deducir la proyección del movimiento?
Otros, como los jóvenes, se fuman un piti en presente mientras charlan sobre ilusiones de futuro, recuperando atuendos e ídolos pasados y pasados de moda. El tiempo les parecía hasta hace poco de su propiedad.
Pasado, presente, futuro. Identificación, foco, canalización.
En los intentos de adivinación de la evolución de esos jóvenes que dibuja una mente despierta, un perro en línea recta es más sencillo de analizar que un chico con potencial que se promete a sí mismo llegar lejos. Muchos de ellos priorizarán mantener su esencia, lo que supondría no querer cambiar su mentalidad, y aún así, tratarán de avanzar distancias largas o trepar alto prometiéndose cierto inmovilismo.
Si acaso, los jóvenes más idealistas se plantearán un giro de 180 grados a cargo de un narrador que serán ellos mismos con distinta peluca, situándose en un éxito para el que ya tendrían que estar tomando distintas decisiones. A veces pienso que el anclaje al presente se refiere más a la cabezonería de los esquemas mentales que al esfuerzo por vivir con los sentidos alerta.
De los perros es fácil conocer su trayectoria, pues no hago saltos de fé.
De las personas, aún ponderando el espacio infinito entre las diferencias de cada individuo, no hay línea recta ni giro radical que no resulte en una proyección de futuro difusa. Tendría que aventurarme demasiado. La visión idealista de los humanos, por lo pronto, no coincidirá con el despliegue de la realidad en este parque. Las decisiones tomadas dentro de las cabezas y las verdaderas prioridades sobre las que se alza la voz rara vez sintonizan. Es más cómodo ver pasar que hacer por ver.
Avanzamos sin rumbo mientras los saltos cualitativos no dejan a la ignorancia volver, como puertas de seguridad de aeropuerto cerrándose al paso de quien ya ha llegado a un destino nuevo.
Sin tiempo a mentalizarse, los grupos del parque se quedan sin tiempo para mirar al cielo y elaborar una respuesta, pero nada surge y tiran la toalla.
Una pena. Ser joven debería ser apretar del todo la sien al pensar.
¿Cuál es la última vez que tratamos de pensar con el esfuerzo de un ceño fruncido? No lo recuerdo. A quien miro aún no cuenta con esa presión, imbuido de ignorancia divina. Las personas más pequeñas del parque, un grupo de niños — un averío de niños — , corren a la vez en todas direcciones como átomos en una explosión. Ante los gritos, claramente sin antesala ni filtro, esos seres humanos más parecidos a animales sin domesticar que a soldados con disciplina se dejan avasallar por los traumas, miedos y gritos de sus progenitores, que miran al tobogán de nuevo diseño confundidos.
Baja de ahí, vas a hacerte daño. Si no estuviera papá…
Eso es todo lo que oigo. Sesgar no es lo mío, lo juro. Verdaderamente, es todo lo que oigo.
Conecto con la mente colectiva del parque, asediada por el ruido singular de la infancia, y entre toboganes de metal deslizante, gritos de padres y teorías sobre el potencial, empatizo con los niños y la presión sobre sus átomos. No compro la idea de su felicidad constante, si acaso la de una maquiavélica ignorancia, tan despierta que les permite conectar con el presente que al resto se nos complica.
Anclaje al momento, no tanto al columpio que los sostiene: desde el miedo de sus padres hasta el presente, un viaje sobre la poca precaución que caracteriza a los niños a medio criar. El ahora es un trayecto no apto para todas las mentalidades.
Habría que saber cuál es el límite en el que un niño pasa, incorruptiblemente, a formar parte de la masa adulta. En qué trauma concreto, en qué miedo concreto, en dónde colindan lo innato y el evento canónico que los desancla cuando la consciencia y el miedo de sus padres tienen su espacio para acontecer.
Ese salto cualitativo hacia ser adulto, pasar a tener demasiada nitidez en los sentidos.
Cuál es el momento en que se comprende el mal y el bien. La pereza y el hartazgo. La precariedad y el miedo al futuro.
La curiosidad se gana su puesto como reliquia mientras los pájaros — de una raza desconocida para un sibarita de ciudad — bajan en estampida, volando a por los trozos de pan que un grupo de abuelas — un enjambre — lanza todo lo fuerte que es capaz en dirección al estanque.
Su intención es sensata y madura, sus consecuencias, nefastas. A sus pies, decenas de pájaros se pelean por las migas, creando un microcosmos de caos y violencia del que los niños pasarán a formar parte en pocos segundos. La excepción que confirma la regla son unas cuántas migas de más, que lanzadas por la abuela más en forma del enjambre, han conseguido llegar a parar cerca de mis pies. Es la más fuerte de ellas la que me desafía con su mirada madura, de fina y sólida simpleza: todos hemos de sobrevivir alimentando a las fieras del presente de este parque, sean niños, jóvenes, pájaros o especies en extinción.
De estas especies, me encuentro con distintos tipos entre los jóvenes que más llaman la atención. Los observo y clasifico, intentando ser neutro: hay quien reflexiona y pivota sobre sí mismo de manera humilde, a los que más que irles mejor, les va más acorde a lo que buscan. Sería positivo buscar razones para el agradecimiento en los lugares a los que uno va a caer de culo. A sus contrarios, que parecen funcionar por una inercia cómoda y predeterminada, la vida los zarandea para hacerles caer las monedas.
Escucho entre ellos palabras de queja. A quién no saber dónde va, todo le parece mal señalizado.
Trayectorias proyectadas mediante, los perros que corren en línea recta y las personas con pesimismo default podrían pertenecen al grupo de análisis más sencillo. La mala suerte los alcanzará si no dejan de verla en todas partes, incapaces de absorber un presente tan imparable como imperfecto por definición contra el que pelean.
Escucho a la gravilla nadar entre los zapatos de mensajeros de distinto atuendo, que solamente con su movimiento a través del parque son portadores de noticias mundanas. Los regalos del presente a menudo se dan por hechos, pero cada momento alejado de la guerra es una bendición sin buen marketing, como las legumbres del mercado. Los pequeños placeres se abren paso llegado mayo, donde unos pocos los recogen.
Estar al sol no es todavía el producto más vendido. Una pequeña victoria para la frugalidad.
Me redescubro como adulto leyendo un pasaje que hace años no soportaba, alabando la simpleza de organizaciones non-profit por encima de cualquier inversión milagrosa. Mi sensatez ya pasa por descartar las ilusiones vacuas, y eso que cuando era joven me faltaron lunas para poder bajar de todas las que dije que lo haría.
Entre la reflexión y la oscilación sobre la que pivoto tratando de no morder el polvo, recuerdo a aquel individuo que prometía bajar la luna sin molestarse siquiera a hacer la cama. La realidad es más austera, es la más fuerte y más sabia de las abuelas la que me lo recuerda mientras sonríe, siendo agente del lanzamiento de las migas que alimentan a los demás, poniendo las piedras en los cimientos de la convivencia una a una, sin analogías que valgan.
Las palabras aterrizan junto a los pájaros, en un lugar cutre, real y bello.
A quién no esté dispuesto a luchar con las acciones del día a día, cualquier metáfora se le quedará grande.
A quien no acepte que el presente es una toma falsa cada vez más lejana a la verdad, le sorprenderá saber que la memoria aplasta y sintetiza casi cualquier desgracia.
