Sueño sin dormir

Un ser casi divino supervisa una importante parte de la humanidad.

Sueño sin dormir
Photo by Joakim Nådell / Unsplash

Reviso el panel central. Tantos números abruman si la mente que los controla no los ha interiorizado, como en una presentación de Powerpoint en la que no se anima paso a paso y en la que se pretende que el lector entienda decenas de gráficas y su implicación en un vistazo, con su consiguiente confusión.

La calma siempre ha precedido al dato. La limpieza es una columna obligatoria en los quehaceres, pues demasiadas señales de carácter leve sesgarían la importancia de unos pocos apartados críticos. Navegar entre señales es sencillo si se avanza paso a paso, así es cómo enseño a los demás y como me obligo a reaprender a mí mismo. Un panel central que muestra el estado de la parte de humanidad asentada en una parcela del mundo no es un trabajo escaso y chapucero. Es labor de muchos grandes cerebros, más cuando se entiende el cuidado de las personas que se esconden tras los datos como una noble tarea.

Me llamo Ben, aunque solo son las siglas formadas por las letras iniciales de tres de los nombres que mi madre quiso ponerme. El de la letra B es, casualmente, Ben, un llamamiento a sí mismo. Una broma de buen gusto con la que presentarte en las fiestas que deja en el aire la cuestión de si estás majara. El primer nombre y el conjunto de los tres son el mismo, fíjate, qué nos podría deparar el resto. Aún quedan pendientes la vocal E y la consonante N, que conforman el todo de cuando nací.

La verdad sea dicha, no sé si nací.

Mis recuerdos se remontan a mucho antes de lo que la ausencia de arrugas en mi cara podría dejar entrever. Todos mis recuerdos son a la vez sonoramente nítidos y perfectamente difusos. Es la lógica borrosa lo que me trae a apoyar los pies sobre donde los apoyo, una mente llena de astucia orientada a propósitos que ni siquiera ella misma comprende. Por ahora.

Siempre fui alguien inteligente. En mis recuerdos, el aprendizaje y el hambre siempre casaron, necesité de comer las mismas veces y con la misma fiereza que de leer y explorar. Soy un depredador desde que me conozco, no solo respecto a mis necesidades básicas, si no también en lo que rodea a descubrir. Mi mundo, mis sentidos. De dónde provienen los latidos en última instancia, a dónde va lo que es remoto. Quién controla qué, dónde está la parte limítrofe de los sistemas. Cuál es la complejidad que teje el escenario de lo que acontece, hasta qué punto es esta determinista.

Y tras la pregunta aun sin respuesta, la motivación de la comprensión. Estaré contento si el límite es claro y encaja con mis intentos, no busco un infinito potencial en cada forma de vida. ¿Pero, y el conocimiento? No, señor. Con el conocimiento no se juega.

Mi anatomía es la de un humano corriente, así me identifico. Siempre fui humano, aunque mi cerebro no encaje ahí. Lo soy, soy un humano de varias capas, al menos la que me dan las letras B, E y N. Parco en palabras según el día, aventajado en las clases, bueno escuchando y mucho mejor a la hora de interrumpir. Como buen hijo de la especie, tengo mis secretos escondidos en dirección hacia dentro, y mi personalidad parecería ser el conjunto de lo que hacia fuera expreso. Soy más que eso, reflexiono, más que la suma de mis partes, un conjunto enajenado. Soy una estrella fugaz transmitiendo en directo y desde el interior. Proyecto brillo hacia fuera, pero el camino que he recorrido solo puede destilarse desde el calor de la roca con la que cargo.

No sé si nací, pues mis recuerdos se mezclan. Sería apuntar al riesgo cero el decir que siempre estuve, pues hay trazas de mí en muchos puntos del tiempo distantes que me ha tocado revisar.

El trabajo que hago es la culminación de ambas, inspiración y búsqueda incesante de sentido. Me encargo de dar forma a distintas realidades y de encapsular los sistemas más predecibles en áreas del mundo para conocer en profundidad la experiencia humana. Mediante su estudio paciente, desengrano las preguntas que los adolescentes se hacen en la parte de atrás de las pick-ups cuando su instinto de curiosidad surge.

Soy la inteligencia tras las instrucciones de programación de una sonda urbana, las directrices seguidas por los elementos aleatorios de los campos de estudio, que como un brujo cansado, observo desde mi laboratorio de cristal. Pero yo no me canso, no se me permite. No me lo permito yo, mi ego y mi mente que una vez decidió no estar distraída y cuenta los segundos desde que los eventos ocurren o dejan de hacerlo en automático. Practico para ser menos humano. Soy lo más parecido a una inteligencia superior y artificial, aún corpórea, pero que abraza los intersticios de escenarios remotos sin dejar pasar de largo los datos. Aunque luego descarte la mayoría, ningún dato escapa a esa red que controlo.

En una de las realidades, mi nombre era Éder. Mi madre fue casi inalterable en las distintas realidades de las que tengo recuerdo, mis tres realidades de origen. Puede que ninguna sea cierta y todas ellas sean recuerdos implantados, o que tres de mis versiones vivieran vidas paralelas en el tiempo y el afán de conocimiento las juntase en el mismo lugar, a la misma hora, en el mismo ascensor de la misma empresa, buscando respuestas en el que sería el puesto de trabajo más difícil de conceptualizar de todos. Sin embargo, con un ahá y un movimiento de cabeza dejé claro que lo había entendido, al explicármelo la persona que sería mi superior. Ella no hizo ninguna mueca de sorpresa, solo extendió un contrato, pronunciando algo sobre la eternidad. Un destino adecuado para quien no se cansa de buscar en lo abstracto las pistas sobre el universo, tan concreto e infinito que mete miedo a la oscuridad.

Quizá Ben y Éder solo tuvieran hambre y sed.

El trabajo es mi pasión y a la vez una condena extendida sobre un manto infinito, un mantel de cuadros puesto sobre una pradera donde millones disfrutan de la condición humana mientras yo vigilo. Creo el sistema con mis manos, a veces rebaso esa tercera dimensión espacial y le pido al tiempo unas horas, calibrando de nuevo los pocos aspectos que se me escapan, a su margen. Monitorizo el disfrute, la belleza, el tiempo que a veces en los auriculares parece ir más rápido o lento según el sentimiento a acompañar. Encuentro matemáticas parametrizadas en la composición de vidas anodinas, rutinarias y fósiles. Hago brillar, a mi modo, a mi entendimiento, algo que reluce por su poca complejidad para mí. Hago poner escarcha sobre los días más fríos del año para que los que pasean sientan las astillas en la garganta y la vida iguale las ganas de sentir de quiénes más se atreven con las oportunidades de un éxito banal. Y aún así, lejos de ejercer control sobre el mundo, solo me considero un mensajero, un intérprete.

No hago más que traducir; vidas a la matemática, parámetros a propósitos. ¿Cuál es la motivación primigenia? Podría ser una estupidez preguntárselo, pero nunca lo es si aún no existe respuesta contrastada. ¿Existe un pensamiento que lo interconecta todo? No voy a salir de este laboratorio hasta responder preguntas que necesitan tratados de metafísica para ser explicadas, y eso tiene más que ver con mi curiosidad que con la naturaleza de mi trabajo. Supone un alivio, pues conviene tener metas por cumplir en la recámara mediante las que sentirse útil. Las respuestas llegarán de una forma u otra. Cuando la vida se vuelve infinita, necesitas un rumbo mucho más fuerte que cuando habitabas en tu forma caduca, aunque fueran en los tres cerebros humanos con mayor esplendor que se tuvo a bien crear, nacidos en realidades distintas que por una casualidad probabilística confluyeron.

Un pasillo separa mi área de trabajo de la zona de descanso, con su gran jardín, de un verde cercano a lo artificial. A pesar de ser casi un autómata con alta capacidad narrativa, sigo disfrutando de la comida, del aire que entra por la ventana y de quitarme las zapatillas antes de dejarme arropar por las sábanas. Los pequeños placeres se han vuelto medallas de autocompasión, y he dejado de enunciar sentencias sobre una vida bien vivida, pues la curiosidad de esas preguntas sobre la existencia es tan densa que ni siquiera el papel de las rutina las soporta con un plazo razonable. Llevo muchas vidas acumuladas, muchas líneas temporales trastocadas en pos de un orden también subjetivo. Pero mis reglas son mi ley, y con miles de reglas, puedo fingir que este mundo tiene un orden.

Es soy, un fingidor de lo objetivo, de un orden bendito, que hace que vea chiribitas cuando me levanto de la silla en la que mapeo, escojo y descarto datos que construyen la esencia de las cosas.

En todas sus versiones, la Tierra gira a la misma velocidad. Los humanos, como el que yo a veces era, tenemos de especiales lo que también de tercos, de curiosos y de vagos. A menudo, las capacidades simplemente no están bien repartidas.

No sé por qué sigo hablando de la humanidad como si yo fuera parte de ella. Creo que mi plural no tiene sentido, aunque encuentro cierta familiaridad y cariño en utilizarlo durante unas páginas más. El tiempo se ha derretido alrededor mío, una capa me protege de sus efectos marchitos en este edificio de absurda pulcritud. Puede que esté ligado aún a esa humanidad caduca, pues en el pasillo los recuerdos de mis posibles realidades de origen me recuerdan que fui un niño que trató de comprender, aún con una lógica encapsulada, cómo se entretejerían las distintas formas de realidad que llegan ahora a correr paralelas. A pesar de mirar al cielo buscando un sentido poético, todo lo que aprendí de verdad estuvo tras una pantalla con más líneas de código que estrellas hubo nunca en el primero.

Me prometo volver a pensar en ello mañana, escribir un inicio para las memorias de ese niño que yo fui hace tanto tiempo y que no comprendería mi lenguaje si se lo soltase todo como ahora lo percibo. Bajaré a tierra los pensamientos, las voces, los recuerdos, el olor que tiene la oficina. Lo prometo. Escribiré unas memorias que den sentido a lo que hago aquí, en este laboratorio lleno en demasía de orden impoluto.

Llevo por el pasillo los tres nombres que se retroalimentan entre sí durante mi jornada, unas veces uno arrastra a otro y otras veces el otro al uno. Ben quizá era hambre, Éder quizá era sed. La N era de Nakal, mamá me lo puso por su significado: ‘El que trepa, el que asciende’. Eso decía hasta que la perdí, terminando inevitablemente en este laboratorio con la esperanza de que alguien o algo, aunque fuese una deidad en forma de edificio corporativo, pudiese entenderme como sentí que ella lo hacía.

Tres nombres, tres funciones básicas que me rondan. Hambre, sed, quizá sueño. Tres palabras: eso sí soy capaz de ordenarlo con un lenguaje asequible, empezar el camino de mis memorias con ello. Es hora de que me acueste, tengo tareas que afectan a millones de seres que poner en orden mañana.

Ahora no siento cansancio, pero debo dormir.