The only way out is through
Hoy no ha sido un buen día en tu parcela de caos.

No te das cuenta hasta que vives fuera: escribir tus pensamientos en tu propio idioma es un lujo de los que pasan desapercibidos. ‘Un lujo asiático’, que diría tu madre. Cosas que das por hechas y no sabes lo que valen hasta el momento de desprenderte, lo que funciona y no hace ruido: la puerta que no chirría, el interruptor de la luz que te sabes de memoria táctil y envía claridad a la velocidad esperada. Menos de 300.000 kilómetros por segundo sería esperar poco. Aquí nadie se conforma con menos.
Se te agolpan las palabras a la puerta de la lengua como las enfermedades en el cuerpo al señor Burns, tienes mucho que decir y ojalá todo a la vez, y a veces esa condición no tiene nombre para el conjunto, ni encuentras la palabra que lo sintetice. Todo a la vez y en todas partes, agrandada la penuria por el enloquecimiento que trae consigo el calor. Necesitas cambiar de cuerpo, ser roca un rato para que se derrita el agobio de saber demasiado, pero es verano y aunque no te quejes, el bochorno está en todas partes.
Tocas tu frente, justo en donde deberían retenerse las ideas, te haces consciente. Ya has roto a sudar.
Resuenan palabras que sí conoces. Prioridades, futuro, compromiso. Palabras simples que encapsulan realidades y expectativas muy distintas incluso para quien las discute casi a diario, grandilocuencia a todas luces si te descuidas en la reunión semanal de las emociones. Palabras que sin duda dan miedo.
Hoy no ha sido un buen día en tu parcelita de caos. Las conversaciones apuntan a que el futuro no tiene un tinte optimista, y el compromiso por tu parte ha dejado que desear al ponerse en cuestión tus prioridades. La percepción de esos términos nos encierra en su abstracción, así que las ideas sobre el compromiso, la ciencia o el parchís tienen los límites que nuestro subconsciente les otorga. A diferencia de las juntas de la puerta que se mueven en silencio, estos conceptos chirrían. Por eso, al contrario de lo que sigue su curso sin mayor percance, estos no pasan desapercibidos.
Los alemanes del curro se van a comer a las doce, tú haces un descanso fuera de cámara. La camisa chorrea de sudor y se te empapa la barriga, señal inequívoca de que eres tú y no otro alma la que habita este formato físico de noventa kilos plus. Necesitas que te dejen tranquilo. Tranquilizarte tú. Ser dejado en paz — ¿acaso la paz se alcanza si te dejan? — y en silencio — ¿hay paz en el silencio, o silencio en la paz?
Tus pensamientos se pegan en el techo cuando te metes en la bañera, como cuando enchufabas aquel proyector que compraste en la FNAC antes de que Amazon fuera popular. Relajarse, o querer hacerlo, dependen del estado de forma de los músculos de la voluntad. Si estos dejan pasar a las problemáticas y a los vicios, estás perdido. Bañera o calle, Filipinas, Bali o Salamanca, paraíso o lugar de a pie. Aunque cruces el mar y te busques a ti mismo en Perú para reconectar, los pensamientos viajarán asidos a tus capilares.
Ese es tu secreto, capitán: nunca has dejado de pensar.
Piensas a futuro, como siempre, y el compromiso parece tomar formas modernas. Maldita sea la priorización. Una idea que repudias últimamente es la de viajar. Planear las vacaciones está siendo harto complicado, hasta tu grupo de la uni al que no ves en años quiere hacer no se qué hostias en Lituania. Si te eres sincero, no quieres más viajes ya. Una boda, un viaje, otro siendo planeado, eso si quisieras dejarte en el tintero la pregunta de quién se casará después (cosa que de momento vas a hacer seguro).
Cualquiera diría que la generación pobre que representamos ha decidido ahorrar y tú actúas en calidad de portavoz. Joder. España te despluma y te pide el cambio, discutes con el dinero a voces por el patio de vecinos. No hay quién duerma en esta casa, que acumula calor en unas paredes que hasta julio no merecieron la consideración de radiantes.
El estado de salud mental con el que cargas es en sí mismo una desventura. Decía Sartre que quizá una noche de buen sueño podría barrer con todas estas malas ideas y agobio, pero llevas encadenando ocho horas de sueño desde principios del mes pasado y nada parece querer solucionarse sin voluntad. No hay noche de descanso que ordene la estantería, ni tiempo que defina lo correcto sin acción.
Esperar es delegar las tareas en un tú más perdido que tú.

Y hablando de ti mismo, no te perdonas del todo aquel pasado. Parece que perteneciese a otra persona. Eres tú, pero no lo eres ya del todo. Has sido distintos túes y los hay que ya no se sienten identificados con la voz que habla. Ya sabes: quien habla lo hace desde el ahora, ese es un pequeño truquito de identificación que tiene la experiencia. La acción ha acontecido, acontece o acontecerá, sin embargo, la voz de tu cabeza está atemporalmente atada al ahora y no suele disfrutar de tratar el tiempo con misericordia.
Estás mirando al pasado, puedo escuchar cómo piensas con crujidos. Has dejado pasar un tren. O varios. Has cogido trenes en marcha y otros a los que pacientemente decidiste esperar. Te has hartado de esperar a menudo. La estación tiene la sombra de tus huellas, tu queja en forma de firma rotulada en la cara interior de la puerta de los baños donde sientas tus posaderas aburridas sobre la porcelana. Esperas y ves pasar, ese es tu menú del día. Coger un tren, un vuelo, un puto transbordo. Escala y estación de metro son otros nombres para la tortura. No sabes si culparte por las acciones o por los tiempos de espera entre cada una de ellas. Ya está, te rindes: compras algo en la máquina de vending solo para descubrirte teniendo más ganas de pulsar el botón que de beberte la lata que expulsa con dos sonidos secos. Te culpabilizas. Ni que fuera la primera vez que te pasa.
Olvidarse de quiénes hemos sido entra dentro de los parámetros normales, igual que lo hace el cuidar de darle las medicinas al perro o a tu hermano constipado pero no ser tan responsable en lo que respecta a tu propia salud. Infravaloras tus cuidados, los que mereces. Eres la negligencia a veces, la dejadez hecha toma de decisiones médicas de condiciones auto diagnosticadas marcadas por el ritmo de un cansancio existencial. Lo intentas evitar, pero también eres la queja en ocasiones, la voz gallinácea que se atropella gritando a los cuatro vientos cómo no debería ser el mundo y haciendo de su ombligo un centro de gravedad.
Eres insoportable cuando lo intentas, enhorabuena.
Puedes apuntarte ese tanto. Eres, sin duda alguna, insoportable.
No solo para ti, sino especialmente para ti. Tú eres quién más carga contigo y quien menos te soporta, quién más pensamientos por segundo traga. También quien más mentiras, falacias y promesas por cumplir despeña, algunas de ellas con intentos burdos y otras con simple desatino. Eres domingos de angustia y lunes de optimismo desmedido, pero sobre todo eres la culpa de no haberte convertido en la mejor versión de ti que te soñaste siendo. Por eso no hay medicinas para ti, pero sí para el perro.
Te equivocabas, pues todo lo que soñabas no cabía en una sola vida, pero incluso dentro del error de estimación, te sabes conocedor de tus pecados.
Y no es que al mundo exterior le vaya mejor que a ti. Siempre que ves un adulto quejándose, piensas que para cuando tú llegues a su edad, nada — si acaso, la muerte de un ser querido — será motivo suficiente para poner una mala cara que no solucione el problema. Te imaginas soportando mejor que nadie los envites, sabes que no te dejarás irritar. Crees que cuando llegues a su posición no tendrás problemas. Por eso miras con incredulidad a los adultos metidos en bucles que aún le pertenecen, por el carácter de su problemática, a los niños que fueron y no parece que hayan dejado de ser.
Pero también — y eso está ligado a la presión que tú mismo te haces soportar — te obligarás a ser aquello y te castigarás si resulta que no funciona.
Arrastras tus pecados y das vagas explicaciones sobre lo que no cambia aunque dijiste que lo haría. Fumas y no lo has dejado, ¿Cuántos años van ya? El mismo hábito que intentas abandonar es el que te calma cuando te rindes. El cerebro recuerda lo que le calma, ya sabes, Marian Rojas y la psicología de los podcast con hosts que no valen un duro. Tu cerebro calmado, god bless. ¿Qué recuerda el tuyo? Aparte del sofá, un par de pitis y un café con hielo. Podrías ir de flor en flor, de sofá en piti y en café, y así sucesivamente hasta el final de los tiempos.
Esta historia no es una historia de esperanza. Aún no, para eso necesitas gasolina, quizá una pala que entierre al pasado tú y le robe su aprendizaje pero no su tendencia a la procrastinación. Solo quiero que entiendas el fervor, la culpa, la acumulación de costra que llevas cargando ya años. La mentira. ¿Sería optimista preguntar qué vas a hacer con ellas? Eres el emisor, receptor y recipiente de tus palabras vacías, premeditadas o truncadas tras acabarse la esperanza. Nunca a nadie le has vendido más humo que a ti mismo, es por eso que te culpas. Tienes mala memoria, pero conoces cada uno de tus pecados y cómo afectan a quien eres ahora, por eso te maltratas. No eres digno de tu confianza. Cada cosa que te dices podría ser una estrategia de escape que te condujese otra vez al sofá. Y si fueras valiente, fuera de él.
¿Y entonces, ahora? Tu mundo se cae a pedazos. Solo puedes prepararte para el sufrimiento. La práctica de la evitación te ha hecho un experto en carreras de aceleración, salto con pértiga y cualquier huida parecida a una de Jack Sparrow. Tú solo tienes tus pecados y tus recuerdos, y como mucho, las palabras que todavía no has entendido. Futuro, compromiso, priorización. No sabes dónde buscar esperanza para enfrentar el sufrimiento.
En tus recuerdos no está, ya has mirado. Has rebuscado en tu memoria en busca de un pasado que te salve, un recuerdo que te convenza. Ya los has revisado, sin embargo, no es ahí. Tus pecados quizá, ¿es con eso suficiente? ¿Puedes aprender de ellos tanto como para no volver a estar aquí?
Quizá en lugar de la huida necesitas comprender los términos.
Futuro como algo que tú construyes. Compromiso como forma de amor, propio y proyectado al exterior. Priorización como equilibrio entre tú y los sacrificios. Y todos ellos bajo el mismo manto: sinceridad. Aquello de lo que nunca te sentiste partícipe del todo, porque tu mente no es sino un cúmulo de historias irreales o incompletas.
Te conoces los clichés, sabes lo que significaría abrazar lo contrario a la huida. Sabes en qué lugar hay un dragón y sabes por dónde se cruza.
El único camino de salida es a través.

Podrías relajarte, fumar algo. Partir con la oreja el sofá. Inhalar un café con hielo. Volver a un estado de ignorancia anterior, como un niño que solo tiene que preocuparse por el disfrute, con las emociones a flor de piel y el tiempo que no corre, sin todavía desperezarse.
Podrías elegir la opción que menos esfuerzo conlleve, una en la que no vayas de frente. Pero es tu frente lo que tocas a continuación, la que no habla de huir y quedarte sentado en este lugar a que pase la marea. Tu frente, la salida ya localizada en tu campo de visión, la ansiada sinceridad. Te haces consciente de la carrera cuando es tu frente lo que tocas, estás a una decisión fría de no serte sincero y sí cómodo. Pero ya has roto a sudar.