Toda la noche en la casa de Inés

Un relato te pregunta sobre qué hablas cuando hablas de vivir en paz.

Toda la noche en la casa de Inés
Photo by Tim Toomey

¿De qué hablas cuando hablas de vivir en paz?

En la realidad no hay fórmulas, hay palabras. Algo que tienen las palabras es que pueden resultar ambiguas según quién las recibe. Las palabras crean un imaginario popular que rara vez hace coincidir lo que entiende quien lo emite y lo que entiende quien lo rescata.

Cuando no hay fórmula para ser uno mismo, se convierte en un problema complejo, precisamente porque las palabras permiten articular lo que no es formulable, pero también porque dejan espacio a la diferente interpretación. El cielo está enmarañado, te sabes el resto de la historia.

Pero no has tenido en cuenta su complejidad, sus varios niveles de abstracción. Tampoco existe fórmula para la paz, sea propia o hablemos de la de todos. Con suerte solo conoces palabras que tratan de ordenar algo parecido a ella. Bastante tienes con lo tuyo.

Las discusiones ahuyentan la paz y también la construyen, según el caso.

Una discusión solamente es un punto de inflexión, una catapulta que no ha elegido aún víctima. Justo o pecador, de eso no se encarga la herramienta. Visto de manera objetiva, una discusión es donde los sentimientos se plantan para hacer revisión. Es entonces cuando la tendencia del futuro puede reorientarse, de ahí, de manera muy vaga, surge una interpretación del bien y del mal.

Ataduras, rupturas. No necesariamente el bien es estar entero y el mal es romperse. Nosotros tenemos la capacidad de elegir el punto del tiempo desde el que evaluamos si eso tiene sentido.

No lanzarme a besar a aquella chica tras una cita que terminó con su coche acercándome a casa pudo ser un error garrafal en ese momento. A raíz de eso, conocí a quien marcaría un período de mi vida que ha sido el más esclarecedor. Y según el futuro se quiera dejar pintar, ir rompiendo los jarrones de los pasillos a pedazos quizá sea la manera de — como siempre, de delante hacia atrás — dejar patente que todo era necesario para el ‘bien’.

La experimentación, la duda, la frustración. El sonidito punzante de la madera afilada sobre la madera sin pulir. Las espinas clavadas y el Betadine marca registrada sobre las heridas.

Cuando quieres conseguir algo y tienes las instrucciones, procuras no saltarte ningún paso. ¿Por qué ibas a ser quién eres si hubieras evitado lo que te trajo hasta aquí?

Los puntos de inflexión nos clavan en tierra, nos pesan sobre los hombros. Se me achata la nariz durante la hora previa a una discusión en la que mis sentimientos están involucrados. Me siento un poco cansado tras tenerla, absorbo el cansancio del otro, quiero huir a ver una película en el sofá de casa, que se busque sola en Pelisflix.tv y no me haga preguntas. Y que sea buena. Ahí sí, pecar de humano etiquetador. Todo lo que se pueda, gracias: quiero una puta película que sea buena. Solo pido eso.

Si la película es buena, volveremos al mismo tema cuando vislumbres algo en ella: ¿De qué coño hablas cuando hablas de vivir en paz?

Quizá hablas del sentimiento de vacío, pero de vacío acogedor.

De que nada pase pero te sientas realizado en ese hueco. De la nada vacua pero por alguna razón, lograda.

De descansar pero de no sentirte culpable por hacerlo. De fluir y saber que seguirás fluyendo. De la campiña del Windows XP y de rodar cuesta abajo. De las cosas que no hiciste porque en el presente algo se interponía, como si el tiempo te hubiera dado legitimidad para asumir que ya no sentirías miedo si te plantases allí otra vez. Lo que te imaginas que sentirías pero no has sentido.

Hablas de lo que cuentan en las canciones de reggaeton de moda o en el rock de los dos mil: de pasar toda la noche en la casa de Inés, con el foco puesto en el presente, en el disfrute del sexo o algo superficial, de los detalles y si acaso del preocuparse porque mirar al techo sea una revelación divina.

Toda la noche en la casa de Inés. Toda la noche con el corazón encendido, la cabeza apagada y los sentimientos a flor de piel.

Todo eso le lleva a la contraria a tu realidad actual, negligente y ansiosa. A tu necesidad imperante de levantarte a por café, con su característico sabor a máquina de hospital, y terminada esta, sustituirla por otra nimiedad con carácter de urgencia. A rodar sobre la cama o torturarse por querer ser productivo, o una u otra, o las dos a la vez. A la nostalgia que bloquea los sentimientos reales que podrían estar aquí.

Hay un pensamiento que a veces ronda los momentos menos presentes, porque tú también te has dado cuenta de que intentar sentir el presente a toda costa en ese presente también es forzarlo.

Hace tiempo que no sientes algo puro.

Hace tiempo que no sientes algo intenso.

Los conciertos ya no son lo que eran. No sabes el motivo, y la razón es un laberinto en el que cuanto más te involucres, menos entenderás de salir. Un quebradero de cabeza, tratar de ganar un Catán mental contra la misma máquina que le dice a Kasparov que practique.

La ironía: intentar hacer un esfuerzo para comprender con tu cerebro racional el ver si eres capaz de volver a sentir otra vez.

No vas a volver a ser un niño, has cruzado el velo de la verdad y la ignorancia no es algo que se descambie. Tu cerebro ya no está en el presente, ni siquiera en el mismo sitio.

Vives en una tienda de muebles y decoración que imita una casa, donde cada día intentas encontrar confort en un lugar distinto que debería ser parte de tu hogar.

Te has saltado varias capas para llegar hasta aquí. Tuviste tu etapa de preocuparte por la salud, otra de ganar más dinero. La académica o la profesional, a veces duran demasiado las fijaciones. Tienes que achinar los ojos para ver bien bajo esa capa de moderna luz LED que te ciega. Una vez bajas a tocar fondo, la capa suele ser la misma. Ese vacío.

Solo hay una cosa más que podrías querer saber.

Te digo que no hay nada que temer, a sabiendas de que es una frase hecha.

Deberías tener en cuenta que la ignorancia es una puerta de un sentido, como un control de aeropuerto unidireccional al que no deberías tratar de mirar siquiera tras cruzar. Jugar a la play con 31 años no es lo mismo que volver a ser niño y jugar a la play, pero te niegas a aceptarlo hasta que lo pruebas.

Por la misma razón, lo contrario. La casa de Inés no está donde solía, los del grupo musical Guaraná están retirados y ahora tienen una cadena de restaurantes y ella no se conserva como cabría esperar.

Esa es la parte positiva: no tienes que disfrutar de lo ideal, solo de lo que exista. Eso podría suponer un alivio.

No caerán más brevas como las que guardas en memoria, si es que acaso fueron reales alguna vez. No hay viernes en los que solo hay viernes y no piensas en la mañana del sábado, en la resaca, el cansancio y el trabajo del lunes. En aprovechar el domingo, hacer demasiados planes o demasiado pocos. Así que lo que puedes hacer con los viernes es pretender que son lo que eran. Y así está bien.

Ni la casa de ella estaba recogida, ni tu cabeza vacía de preocupación.

Nunca lo estuvo, ni siquiera cuando la ignorancia era tu sombra. Esos recuerdos los has curado tú: son igual de fiables que la parte de la vida sexual que les has contado a tus padres.

La foto quedó muy bien, pero había miles de turistas como tú intentando pillar el ángulo. Ese lugar nunca estuvo para ti solo, ni fue ideal, ni tuviste a bien sentir el presente como si no hubiera mañana. El tiempo nunca se paró allí. Nunca has vivido un día en el que mañana no pesara al menos un poco.

Eres la persona más dispersa que conoces, tu superpoder es haber estado desperdigado. Por eso mismo tienes una ventaja: la contrapartida es que sabes muy bien cómo se siente el orden.

Vas a salir a la calle y a encontrarte de frente con una multitud desaguisada, entre indicaciones vagas e inexactas que podrían dar un sentido ambiguo a la vida misma mientras observas con envidia las poses de yoga de aquellos que van al parque a tratar de suspenderse en el tiempo y romantizas un ejemplo distinto de tu mismo vacío.

Eso podría suponer tu salvación.

El espacio que quede entre las palabras que eres capaz de expresar y lo que podrías sentir. La ambigüedad. Lo que no entiendas. El espacio infinito entre lo que dices tú y lo que dice y entiende quién te acompaña.

Lo que podría surgir a raíz de que no tengas ni idea sobre quién eres.

Todas las respuestas que se te ocurran, sin ser ninguna definitiva, mientras tratas, con una mente racional y las emociones que te quedan, de responder a la pregunta de lo que supondría para ti vivir en paz.

https://www.youtube.com/watch?v=sTthzVPDjak