Tormentas de Verano

Un relato sobre animales que juegan a las cartas.

Tormentas de Verano
No cualquier tiempo pasado fue mejor, sólo un olvido sofisticado.

Las tormentas de verano se hacían de rogar en otros lugares, como un bálsamo curativo en un deus ex machina. Siempre tuve la sensación de que limpiaban el aire, aunque no por las gotas que caían, si no por una furia que asustaba a la contaminación con su voluntad. Tal cantidad, tal tamaño de lluvia no podía ser casual. Claro que habría que revisar las definiciones de casualidad, cosa que nunca se ha hecho, y eso solo para empezar a trabajar en una teoría. Puede que hubiera un dios haciendo que lloviese. No uno omnipotente, uno que ni fú ni fá, en convivencia con otros, cada uno con su poder. El suyo no sería la lluvia, como ya se adelantaba al hablar de llover. Sería esa puta rabia contenida que ahora azotaba cualquier elemento natural. La lluvia ya estaba, no era obra de ninguno de los dioses. Pero según los cálculos, habría uno capaz de lanzarla con mayor fuerza, intensidad y virtud. Uno al que la contaminación no le hiciera mucha gracia, al que le gustase dirigir su poder a escenarios concretos merecedores de tal suerte.

Hay una granja cerca de un pueblo mediano, ahí es donde ahora va a parar la lluvia de la nube más cabreada de todas. Podría inferirse que todas las tormentas de verano alcanzan su intersección aquí, que los controladores aéreos tienen mucho cuidado con este punto de cruce justo encima de una granja a todas luces peregrina. En ella, los perros y gatos conviven, concurren, se juntan a la misma mesa para comer, tomar el café y echar las cartas de la tarde. Hay un par de caballos también; solo a uno de ellos le gusta jugar a las las cartas, pero nunca lo hace cuando se apuesta. El caballo se queda en el establo, la yegua pregunta si hoy pueden participar sin jugarse nada. A veces le responden que sí, otras en cambio, parte de la comida de mañana será apostada. Muchos de ellos ni siquiera comparten gustos gastronómicos: es solamente un ejercicio de diversión.

El granjero y su mujer les hablan a las plantas sin ironía. Ellas nunca contestan, pues son plantas, por mucho que los perros se dediquen a jugar a las cartas. Él sigue sorprendiéndose como el primer día, una cualidad humana poco adaptativa. Suele rezar al dios del clima por las noches — pues cree que hay uno específico para estos menesteres — y cada mañana, al ver ir a ver a sus plantas, exclama algo así: “¡Sólo necesitáis agua y luz del Sol! ¡Qué seres tan agradecidos!” Y eso lo dice convencido. La mujer, también parte viva de la granja, es mucho más racional, aunque conozca los hábitos de los gatos y perros con respecto a la sobremesa. Es puramente lógica hasta donde tiene que serlo, quizá un diez por ciento más. Le fascina la vida, pero las emociones se le complican un poco. Es un poco más tosca, más torpe, y le cuesta más sacar las reacciones emocionales en el instante en que acontecen: siempre le pillan un minuto o dos más tarde, punzantes, cuando sería un poco extraño mostrarlas.

Así, cuando las tormentas de verano comienzan, el granjero ya tiene los ojos echando chispas de emoción. Y poco después, cuando todo empapa todo, la mujer empieza a hacer muecas que se asemejan a una sonrisa, pues verdaderamente le gusta que llueva. Él la mira con un gesto sincero, y le suele decir algo así: “Cariño, esta vez ha tardado 90 segundos tu emoción. Eres una campeona.” Y ella, entonces, sí que se siente comprendida al instante y se deja sentir. No solo es la granja lo que ama, es cada una de las partículas de comprensión que viven con ella allí.

Mientras las plantas crecen, el verano anuncia su final. De vez en cuando el cartero se pasa de visita por la granja. Lo hace más veces de las verdaderamente necesarias, pues los dueños apenas reciben cartas. La mujer, con su habitual actitud directa, le dice que no recibir interrupciones también es salud. Luego le da un par de monedas al joven cartero y le susurra algo al oído, mientras su marido asiente con la cabeza en el fondo de la escena. “Haz un uso noble del dinero, chico.” Eso le dice. Eso tratará de descubrir cuando vuelva a casa, tras entregar todas las cartas a sus destinatarios.

Y mientras vuelve en bicicleta, dice adiós a los perros y los gatos que se cruza saliendo de la granja. Son afortunados. Ellos no hablan, pero sus actitudes le despiden amablemente. Cuando está a un kilómetro de allí, a medio camino entre la granja y su pueblo natal, siempre se gira para ver el espectáculo natural que uno no debería perderse si aspira a la paz entre las sociedades: todas las nubes parecen ir a concentrarse encima de la granja, donde romperán a llover, dejando un arcoiris poco más tarde.

El dios del clima, o el de la voluntad rabiosa, ayudan encaprichados a que siempre sea verano y a que las tormentas lleven ese añadido sobre un lugar idílico, esa granja de la que cuidan sin pedir nada a cambio. Tormentas de verano, piensa el cartero en voz alta, orgulloso de tener su conexión con ese bastión divino. Solo entonces ve algo que le detiene, ya que mira con atención tras haber recogido su ataraxia del suelo: los gatos y perros sin hogar del trayecto le miran un poco desconsolados, rotos y sin ases bajo la manga.

“¡Construiré un refugio para vosotros!” dice alzando el puño a la vez que eleva la voz, como en una animación japonesa. Su uso noble del dinero nunca había tenido la oportunidad de ser tan noble. Ellos tendrán un sitio donde jugar a las cartas también, se promete.