Un colapso para entendernos mejor

Relato sobre cómo desenvolverse entre la vida nueva en la ciudad y la antigua en el pueblo.

Un colapso para entendernos mejor
Foto de Olivia Hutcherson

La vida comienza con un cliché: nacer. Joder, qué visto lo tengo.

Rara vez alguien inventa algo nuevo al respecto, nos conformamos con la versión predeterminada. Qué obsoleto, nacer. Qué repetitivo lo de la flecha del tiempo en dirección unívoca, seguir las señales, crecer, las fiestas de pueblo o el Tinder para si acaso reproducirse, arrepentirse y morir.

Qué obsoleto el quedarse sin tiempo.

Entre fases, un aliento de paciencia. No confundir: la paciencia no es una virtud, es un conjunto de varias. Tengo paciencia para esperar a que el café se enfríe, pero ninguna capacidad para soportar el hambre. Nada tiene que ver una con la otra, aunque para las dos se me ha dicho alguna vez mediante el reproche un comentario seco: ‘Sé paciente’.

¿En qué se supone que se parecen? ¿Por qué tengo que ser paciente? ¿Por qué he tenido que nacer?

No hace falta ser muy listo para fijarse en que vivimos navegando entre frases hechas trilladas. La vida es una carrera de fondo. Qué bien se está cuando se está bien. No pasa nada por repetirse, en realidad, y aunque los seres humanos de las fotos antiguas sean versiones jóvenes que no volverán a ser vistas, las poses y los fondos rara vez son nuevos.

Navegar es también vivir y las ideas nuevas son ideas viejas recicladas, a veces con un punto de novedad integrado. Solo a veces.

Tú navegas en la inmensa ciudad donde hemos ido a parar en busca de un trabajo en el sector tech, yo vuelvo por un tiempo al pueblo, que es como llamamos a este reducto poblacional que sin ser un establo extendido, no se levanta más de diez pisos del suelo. A veces ocho, a veces seis, a veces el ceño se frunce en una azotea desde donde se puede hablar con los viandantes como si estuvieran también arriba, al mismo volumen de conversación. Hay más silencio en este lugar que en la ciudad donde me hago adulto, menos distancia entre las terrazas y el suelo. Y cuando mientras te espero en el portal te digo ‘baja cuando bajes’ lo digo en serio, aunque suene a impaciencia. Nunca he querido que una parte de tu atención se quede arriba, en casa descansando mientras tú sales.

Salir con energía siempre ha sido más fácil cuantas menos escaleras nos separasen del suelo.

Aquí, en el pueblo, no entienden la palabra tech, y si la mencionas, se pasa por alto. Aquí solo llega la novedad en su forma más entendible y reducida: lo que podría ser verdaderamente útil a veces se cuela como una modernez aceptable entre las costumbres ancestrales de los hombres que habitan en la sobremesa del bar. Del bizum, ni hablar. Tampoco del desarrollo personal o de la ciencia de los datos. Nada disruptor que abrume en esa medida.

Ellos se ríen de los estereotipos de los modernos, de la ambición desmedida y de la palabra tech, aunque el sobrino de uno de ellos trabaja en Microsoft y no veas qué listo nos ha salido. Tratamos de que nuestros mundos choquen poco, aunque a veces se rocen. El sobrino vuelve cada vez menos al pueblo, porque en el pueblo no entienden esa dedicación a un trabajo abstracto — él no sabría explicarlo sin anglicismos –, ni que sus viejos amigos no tengan prioridades distintas a casarse, reproducirse, llegar a viejos tratando de no arrepentirse y sin duda alguna, a morir.

Entre los que se mofan de las nuevas generaciones, grupos populares de la sobremesa crítica alzan las voces más graves, escupiendo prioridades a gritos sobre los demás oyentes. Estos parecen recibirlas con alegría. Un uno por ciento de los temas no son del pasado, y una conexión fina con el presente ejerce de cordura con el resto de los recuerdos que dan sentido a la estructura de sus vidas ambulantes. No se habla del amor, si no de la juerga. No se habla de los motivos para la alegría, sino de los motivos para la queja. No se habla de lo que pasa ahora, sino de lo de antes, que tras una carambola hecha con actitud agresiva ha conseguido pasar desapercibida como un tema conectado con lo poco que hoy queda.

Se escucha un resoplido de alivio en cada silencio, por eso hay pocos y el espacio se llena de gritos que los tapan. Uf. Otro día más soportando el envite de la existencia sin sentirse del todo caduco, esperando que la queja ante lo moderno lo sostenga.

Arrepentirse es otra de las opciones de la banda de edad más avanzada, pero solo llega a la juventud en forma de videoshort de Youtube en el que una persona mayor enuncia todo lo que le gustaría haber vivido. Mi opinión sobre el tema no es popular. Pienso que te instan a que te metas prisa porque quienes han perdido el juicio e idealizan el pasado, los adultos arrepentidos y ancianos, están ahora narrando lo que se debe de hacer con la vista puesta en la retrospectiva.

No sé qué tendría que ver eso contigo. ¿Qué tienes tú ahora que no tenías antes de leer su testimonio? Una lista de cosas por hacer que no es tuya, si no de un abuelo aleatorio para un brainstorming de la revista Vice.

En la portada se lee bien claro: diez cosas de las que se arrepienten la mayoría antes de morir. Va dirigida a ti, que todavía tienes tiempo y lugar para diez cosas.

En internet habita la maldición de quién lo tiene todo y no sabe usarlo, la misma maldición que sufren las personas con mucho dinero y debilidad por las drogas. Se acumula el trabajo en las publicaciones guardadas de Instagram, en las que te encuentras perdido tras consumir contenido viral con la cabeza entre dos almohadones.

Ahora tú tienes deberes, una vida que hojear como si fuera un catálogo. La mayoría de esas diez cosas incluye un viaje que harás un esfuerzo para pagar, haciendo check off en cada una de las cajitas que reducen experiencias vitales a un emoji de tick verde. Quizá convendría plantearte lo que tú echarás de menos, sobretodo de manera previa a ponerte como meta el completar antes de los treinta las treinta cosas que un periodista de Vice ha elegido selectivamente para ti. Convendría — pienso — darle una vuelta de tuerca a la reflexión hecha bajo el pseudónimo de un viejo cuyo sueño era ver las auroras boreales en Islandia. Quizá no sea tu sueño.

Nacer, leer las ideas de otros en la revista Vice, arrepentirse, morir.

El mayor de todos los clichés es estar vivo.

Pido un café en una de las cafeterías más viejas del pueblo, de entre todas las que lucen ya desvencijadas. Lo saboreo, voilá. Horrendo como conclusión, me olvido cada vez que vengo y lo recuerdo después de haberlo pedido. Me obligo a no juzgar lo que ocurre como si no tuviera potestad para hacerlo.

No todo tiene que ser lo mejor, ni siquiera tendría por qué ser bueno.

Hay que elegir las acciones como las palabras ante un genio recién salido de una lámpara: has pedido un café, no que estuviera delicioso. Hay capas sobre capas de palabras, la mayoría escondidas. Está bien no ser analfabeto, pero conviene más saber cuándo dejar de leer. De todas formas, el café y el agua se complementan limpiando mi sueño y sed, el conformismo apremia y ya he llegado al noventa por ciento de mi capacidad de tolerar a gente gritándome de mesa en mesa pero al oído.

Inspiro. Medito sobre el ruido vacío: sobreviviré aquí. Luego expiro.

Las semanas en las que vuelvo al pueblo saco dinero, sé cómo funcionan aquí con el efectivo. No todo el mundo se fía de los bancos y menos aún del dinero digital. Ellos aceptan que yo trabaje no-sé-donde, como todos los jóvenes no tan jóvenes que han emigrado a la capital, porque siendo honestos en las ciudades pequeñas no hay tanto que hacer, y yo sí he hecho el esfuerzo de explicar lo que hago con palabras sacadas del diccionario de nuestra lengua, cosa que agradecen.

Entiendo que el mundo gire en direcciones distintas para nosotros, pues ni ellos aguantan a los modernos aquí, ni los más modernos podrían prepararse con anticipación a traer dinero sacado del cajero sin una mueca de superioridad por haber sido partícipes de la popularidad del bizum.

Yo podría hacer promoción de las bondades de hacer equilibrio entre ambos extremos, lo moderno y lo establecido, pero el secreto es no aguantar bien a ninguno. No tolerar es parte de la experiencia vital, y puesto en práctica en pequeña medida, hacerlo se parece lo suficiente a tolerar como para pasar desapercibido.

No quejarse en momentos clave está cerca de ser equivalente a saber vivir. Después de eso, cada uno tenemos un límite que deberíamos tener identificado. Aguanto cuarenta y cinco minutos en una cafetería antes de que se me llene la cabeza de plomo, tanto en el más desierto de los pueblos como en la más absurda de las tea-shops de Malasaña. Luego, abandono en un silencio casi respetuoso.

Tengo dinero en efectivo y una tarjeta de diseño vertical en la cartera, utilizo la palabra tech solo cuando me han soltado un anglicismo anteriormente de una manera sobreexplicada y paternalista. Soy un introvertido disfrazado de tipo majo, una camiseta de Kiss raída en un cuerpo joven que no sabe nombrar tres canciones del grupo. El gorro de un hombre mayor donde se lee ‘Rick y Morty’ que hace inevitable el preguntarse de dónde coño han salido él y su gusto por los diseños. Alguien que se dice a sí mismo que aún tiene guerra que dar, aunque sepa que entre el pasado de las historias y el presente desde donde se cuentan solo queda como unión un hilo fino.

Hay niveles de cliché muy distintos, no puedes librarte ni aunque solo seas espectador. La revista Vice por fin te ha convencido: Islandia está de moda, habría que ir pronto, háblalo con estos. Quedarse en casa y no hacer nada es un topicazo aburrido, le comentas a tu pareja mientras mira el móvil: no estamos tan viejos y cansados. Titubeas. Viajar también está manido, pero quizá menos. Se habla de la sociedad de la que uno forma parte en tercera persona, de las tendencias y de que el mundo está loco con viajar, se habla de las modas como si existieran al margen de nosotros mismos.

Cuando uno se apoya sobre dunas de comodidad, cualquier grano de arena que penetra es válido para la queja. Cuando eres joven hablas de los viejos, cuando eres viejo, de los jóvenes. Entre medias, la bocanada de aire que nos conecta al presente, silenciosa, a veces opacada por el sonido de inicio de la app del Clash of Clans o la música que nos sigue a todos lados.

Si toda la vida es susceptible de ser un cliché, no parece tan importante seguir o dejar de seguir las modas, pues la mayoría son inevitables. Aún así, habría que asegurar que de seguir alguna nos genere un bienestar sostenible.

Lo único que parece pertenecer aún al mundo real es la reflexión que lleva al agradecimiento, aprovechando el bug de sentir ser lo que nos ha tocado en este preciso instante: hay que soltar los chistes cuando la risa aún está fresca y no ha terminado, aportar una coletilla tras otra mientras la velocidad haga que el agua mantenga todavía su tensión superficial sobre la que rebotar. Y cuando peses demasiado, hundirte.

A veces, para tratar de explicar mejor lo que hago, pienso en detallárselo a ese yo joven que aún no había salido de aquí y vivía en el pueblo. Como mi imaginación es un túnel con conexión a la pupila, veo cómo esa versión de mí me mira de manera inocente, con los ojos iluminados desde el otro lado de la mesa. Lo que hago, por muy abstracto y cercano a la vanguardia que sea — por muy joven y moderno que me enorgullezca de ser — solo tiene sentido bajado a tierra para que otros puedan sentirlo, identificarse con ello y compartirlo conmigo.

Amo la complejidad que hay fuera de lo cómodo, las pedanterías del sector tech, pero lo reconozco: cuando vuelvo a casa y veo a mis padres regar las plantas mientras hablan del día a día, se me eriza la piel.

No hay análisis de lo racional que valga. Debo permitir abrirlo a mis sentidos.

Volver a casa está trucado, ya no es casa del todo. Si tienes la suerte de independizarte y de no ser anglosajón, no necesitas dejar claro cuál de todas es ‘home’, pero ello cambia incluso aunque no lo expreses. Ya es distinto a un piso de estudiantes que ha trascendido a piso de jóvenes trabajadores, así que es difícil llamarlo hogar. Son muchas las diferencias que te hacen sentir la falta de vitalidad: en la casa del pueblo hay trajín para hacer la comida, se te llama a la mesa a comer sin importar tu edad, se te reprochan comportamientos de niños porque has caído otra vez en ese rol, dejando la ropa sin lavar en una esquina en donde se recogerá sola.

El ordenador que traigo en la maleta sigue siendo del sector tech, mi hogar en la gran ciudad es provisional, un apartamento antiguo con muchas reformas y el sobreprecio sosteniendo su vejez. El ordenador se desbloquea con ver parte de mi rostro, la mesa se calza en sus tres cuartas partes. A veces basta con parte de la imagen para conseguir el objetivo de continuar explorando hacia dentro, en otras no se puede sobrevivir sin el total.

Las cosas contrastan en función y forma mientras me enfrento a la duda de toda vida: a dónde mirar. Mis padres me sugieren que ahora que he cambiado de trabajo me quede aquí una temporada, que quizá me demanda mucho tiempo de un horario al que no estoy acostumbrado. Nunca se explicitan todas las frases en casa, aunque las dinámicas no han sufrido ningún cambio trascendental, así que siguen orientadas a donde ya apuntaban. Se me pide sin palabras que ahorre, que me deje cuidar, que deje que cocinen aunque yo lo haga de vez en cuando. Que ajuste mi horario para que la luz me pegue en la cara y el ejercicio me azuce las extremidades y el pulmón, que pasee por el río, que conozca a alguien en la ciudad y con suerte eso me haga quedarme.

Todo eso tiene fecha de caducidad, pero en una casa con recursos y padres dedicados, eso no es un problema. Mientras yo ahorro ellos se sentirán bien por ayudar, útiles con respecto a la utilidad que yo siento cuando me miro al espejo. Más comodidad y más ahorro, más efectivo sacado en el cajero, una pila de responsabilidades en pausa. La ropa sucia en una esquina, seis, ocho o diez alturas en los edificios a lo sumo. Problemas controlados y palabras castellanizadas, aunque sea una empresa extranjera la del otro lado del teléfono, sabiendo que el teletrabajo será visto como una versión menos seria que el poner ladrillos en donde se construye.

Esta casa — este hogar — es una rara avis dentro del pueblo, donde a menudo se echa de menos la amabilidad. A veces salgo de casa en su busca, dándome de bruces con que lo que se me ha transmitido no es siempre la norma social, eso sin contar con las nuevas derivas en el comportamiento. Ahora que está de moda grabar tu reacción para internet, lo irónicamente reaccionario es sentir estando callado. No cocinar algo bajo receta estipulada, no ir a los restaurantes por la recomendación. No ir a probar, solo ir a comer. No estar obligado a emocionarse. Revisar tu comportamiento, pues puede que ese hálito cosmopolita te haya pegado muchas reacciones sin que te dieras cuenta.

El sector tech entra por la pantalla y cierra al salir, dejando poco rastro. Unas hojas escritas con términos en inglés se agolpan en un folio, pero es transitorio. Paso todas las notas al ordenador en un sistema más que probado y aún en pronto desarrollo que dentro de poco servirá para que toda mi vida intelectual esté colgada en la nube. Eso me despeja la mente, pues no hay notas tiradas por la habitación con datos que debería guardar. Soy bueno clasificando en notas digitales, haciendo intuitivo el camino hacia el conocimiento y en lo más importante, la depuración. Cada poco, en continua alineación redundante con el sistema, borro lo que no es esencial o no ofrece una información que usaré más tarde. No trabajo con por si acasos, aunque he hecho la excepción de un archivo que hace las veces de papelera. Cada año, eso también se depura. Sospecho que me han contratado por eso, en realidad, por mi capacidad para esculpir en obras de piedra que se daban por terminadas.

El sistema de gestión documental no se aplica con tanta soltura a recoger experiencias de una vida y materializarlas en puntos de acción. No soy tan estúpido como para tratar de reducir la vida a un kanban, lo que no es trabajo tiene una dificultad añadida que la humanidad está — espero — lejos de delegar. Inteligencias artificiales automatizan procesos mientras me pregunto qué es lo que queda, porque si todo se automatiza también fuera de lo profesional, no tendré nada que hacer y habrá que vérselas con un silencio.

Ir y volver te da una perspectiva del contraste cuando has vivido en lugares distintos. En mi casa se trabaja la amabilidad y el hogar incondicional, la gente se mira a los ojos para decir te quiero. Cuando he salido del pueblo he llevado eso por bandera, construyendo un fuerte alrededor en el que no solo se permiten esas licencias, si no que se reconocen como parte de nuestra alegría. Pero no siempre he encontrado lo mismo allá afuera. Las personas brutas del bar no eran monstruos, ni algo que me atreva a ver como una muestra poblacional que pueda generalizarse a este lugar que también dio con la tecla para criar bondades. Pero aunque nos entendiéramos en algún aspecto, creo que si no saben decir te quiero nunca podremos entendernos del todo.

Reduciéndolo a lo pragmático, quizá esto sea parte de mi cometido, reconocer qué roles jugamos en un lugar pequeño donde aún se permite vivir sin amor a veces y el salir fuera a probar si extender el modelo del hogar de uno es viable.

Esquivar las banalidades y caer en las modas siempre fue una opción, y permitirse caer en ello como seres inocentes, a veces sinónimo de salud. Se permiten varios intentos, no está mal vista la recaída. Puedes mudarte a la capital y volver a coger fuerzas, puedes estancarte veranos enteros sin querer ver ni un lugar ni otro. Cada final del camino es solo un punto excesivamente intermedio, pues un miércoles plantado casi a mitad de semana también puede ser revelador.

Cuando vuelva a la ciudad me llevaré las maletas cargadas con poco, dejando aquí otra de las capas que he desaprendido. Un par de mudas — el resto puedo comprarlo allí si aplica — y una idea de hogar firme por crear, valores explícitos en una agenda de bolsillo y la plena disposición a decir ‘te quiero’.

He alquilado un piso, digo adiós a papá y mamá y cuando llego, cierro la puerta por dentro y doy la vuelta para encarar el futuro, dándome un minuto para plantar los pies y ver lo que se podría sustentar con alegría. Será un reto construir un hogar como el que he encontrado en el pueblo desde cero, sobretodo teniendo en cuenta la actual decoración. Una habitación con cajas y una maleta, el tendedero en medio del salón, las fotos horribles que el casero colgó en marcos ligeramente menos horribles, al borde de la denunciabilidad.

Solamente a veces también me permitiré decir ‘te lo dije’, sin importar la cantidad de estereotipos que eso cumpla.