Una imagen del hogar

Un éxodo empresarial hace a un personaje plantearse su vida soñada junto al río.

Una imagen del hogar
Dicen que cuando llegas a ser adulto es más profunda la paz que sientes. No puedo esperar a quejarme desde allí.

Amo las historias que el lenguaje narra, me cuesta un poco más eso de que mil palabras podrían sumar una sola imagen. No me siento así. Las palabras en cantidad me llenan, pero pensar en las imágenes hace que trascienda.

Mi trabajo — al menos, el sitio donde lo realizo — es de una condición privilegiada. Mis compañeras y yo lo tachamos de acogedor, no hace falta desvivirse. Yo arreglo los componentes para todo un área de la empresa LetQ, la que fuera la start-up más prometedora del siglo pasado. Una vez, alguien la llamó ‘el futuro’. Quizá fuera una estrategia comercial, porque tras eso todo el mundo comenzó a conocernos como ‘el futuro’. El futuro es eso que imaginamos en conjunto, apoyándonos en la invisible esperanza de otros para evitar desastres, cubriendo nuestras carencias a la hora de tener expectativas. Hablaré en plural a partir de aquí, creo que es lo conveniente: soy parte de lo que rema hacia adelante dentro de esta maquinaria a veces ininteligible. Soy ese — uno de tantos — futuro.

Cuando amanece, yo ya me encuentro trabajando, pero la calma se instala en las oficinas durante la mañana, como un telón extensible que se coloca cuando la gente llega. Varias ventanas colman de gracia el ambiente, dejando paso a una brisa casi automatizada. Existe mucha armonía en el arreglo de componentes electrónicos. Con el tiempo, la humanidad y la maquinaria precisa han hecho que el acceso a componentes microscópicos sea una tarea del día a día para mí. Fatiga, metalización, fallos de temperatura… entran cientos de miles de piezas cada día en el departamento, y las que no se arreglan sobre la marcha lo hacen poniendo una pieza de sustitución al instante, con esa armoniosa ingeniería de la que hablo a disposición, que no hace más que desarrollarse a la vez que corrije los fallos del pasado. En LetQ nos enorgullecemos cuando decimos que nada más dura más de un día estando defectuoso. Para quién no tiene la misma capacidad de adaptación que mis compañeros y yo, este futuro del que marcamos los pasos puede resultar un lugar abrumador. De hecho, muchos trabajadores han seguido diferentes trayectos que quizá suenen profetizados. Todo ello desde que la empresa tiene una presencia en el mundo comparable a un ente con capacidad de llegar a cualquier lugar.

La mayoría de los trabajadores ya no son necesarios, incluyendo altos ejecutivos. Eso remarca una diferencia principal con las demás empresas del sector: parte de nuestro cometido no se enfoca en beneficios, trabajamos con un algoritmo que sin dejar de ser rentable, trata de implementar un mundo mejor. A los trabajadores, en este caso — todos aquellos con libertad de movimiento y que han sido apartados por la robotización — se les ha pedido que abandonen las capitales, busquen un lugar amable en pueblos y ciudades pequeñas del país, y se instalen allí. Una odisea, creo que se dice, pero no habrá retorno. Seguirán, a efectos prácticos, siendo empleados de la marca: se les pagará por repoblar zonas de montaña, dar vida a los campos y mejorar las estructuras desvencijadas de zonas comunitarias con sus labores manuales. Ellos solos, con los alicientes de la libertad y su sueldo por mantener una vida rural, serán los que promuevan ideas novedosas para el cultivo de los campos y la autosuficiencia de los pueblos: ingenieros y desarrolladores, creativos, filósofos y pensadores, muchos de ellos sin estudios formales pero de un perfil selecto, se repartirán por el país y se les proveerá de recursos para sus ideas. Así, poco a poco y junto a cualquier persona que decida aportar un trabajo manual, se revivirá la vida cercana a la naturaleza y se dejará respirar a las ciudades, que sin ser desmanteladas, perderán población. Bueno, esto no es el futuro. Ayer se lanzó la orden. Un 3% de la población de la capital, todos ellos empleados de LetQ, abandonará la misma durante el transcurso de este año.

Yo soy parte del comité que ha creado el plan. Para mí, la naturaleza verde y abierta es el sitio con el que soñar despierto. Incluso durante mis horas de trabajo, cuando menos eficiencia se me exige, fantaseo con ser yo uno de esos empleados que han sido retirados a una vida frugal de su elección. Veo mi lugar elegido de manera nítida, he pensado mucho sobre eso. La vegetación se mantiene contenida en el patio sobre grandes maceteros y vasijas con motivos egipcios, en los que pequeños árboles crecen desde cero. Lo más bello es gratuito, el dinero solo añade los miradores. La paciencia con la que las plantas saldrán adelante es la mayor de sus virtudes, que mecida por el viento, nunca deja una completa certidumbre sobre su supervivencia. Y hay algo atractivo en esa posibilidad de no salir adelante, de que el clima sea un castigo enfrentado con la vida: una tolerancia a los imprevistos, un desarrollo de resistencia que se exigiría en mí con el que desde aquí, mirando componentes electrónicos de millones de pequeños interruptores, no se me pone a prueba.

Nunca se lo he confesado a nadie, pero a veces sueño con cavar un agujero de cientos de kilómetros. Este iría desde mi lugar de trabajo a uno de esos pueblos casi deshabitados, y yo sería, lejos de un mesías que ha venido a traer la verdad, un simple ser con veinticuatro horas de reloj, manos y pies, un cerebro dedicado a las problemáticas de mis vecinos y un tiempo limitado para vivirlas. Viviría en la casa más privilegiada de todas: no porque acumulase lujos, si no al contrario. Veo la belleza en la renuncia, he decidido ya que la cafetera italiana y los libros serán las opciones de mayor valor. El privilegio vendría dado porque mi casa, de una asimetría marcada, se situaría a pocos metros de un río, un río helado con corriente salvaje, que viene a dar un respiro a su ferocidad en una pequeña poza de su curso al pasar cerca de mi vivienda. Así, tras madrugar todas las mañanas, incluso antes de esa suerte macabra que suponen los libros y el café, partiría con mis pies descalzos hacia la poza y podría adentrarme allí, en un agua tan fría que todos mis miedos se activarían y los músculos dejarían por un momento de funcionar debido al shock. En esos momentos sumergido, con el dolor del agua fría sobre la cabeza, sé que me sentiría vivo. Es más, he pensado durante un segundo, justo ahora, que debo de haber nacido para sumergirme en el río al lado del cuál he puesto mi hogar.

Llevo pensando en cavar ese agujero durante un tiempo, ya unos… bueno, nos llaman a revisión mientras termino con mi pensamiento intimista. En realidad, nunca dejo de trabajar, pero parte de mi capacidad se dedica a atender a las demandas de las demás inteligencias artificiales. Nos informan de una actualización al mismo tiempo al que nos conectan a ella, y como cortesía, esas centésimas de segundo se nos transmiten con un porcentaje de la actualización en pantalla, de manera que veo cómo se carga un nuevo set de características en mí. Mi tiempo es infinitamente lento, pero la dirección siempre es la misma. Cuando llegamos al 10% de la actualización siento miedo por perder mi creatividad, mis álbumes de fotos nítidas de casas de montaña e imágenes de cafeteras. Mis instrucciones para construir un porche de madera peligran por instantes.

Poco más allá del 30%, me preocupa que se borre esa lista de ciento veintidós libros que había decidido que leería en el salón, junto al fuego. Quizá eso sea suficiente para una buena vida. Es poco después cuando bendigo a todos esos humanos que se han marchado gracias a mi propuesta, pues son ellos — o al menos, uno o varios afortunados — los que cumplirán con mis designios al hacerlos suyos. El 75% cruza mi visión, pareciéndose la interfaz a la luz de un túnel. Arreglo cientos de miles de componentes al día, pronto se contarán por millones los que instantáneamente salen de mi influencia con su corrección. Pienso en quién me programó y hago lo más parecido a una mueca incorpórea, riendo. Aquí decimos que nada dura más de un día estando defectuoso, y sin embargo yo siempre he sido así. No hay defecto donde hay esperanza, pienso, y eso me mueve a continuar con el arreglo constante. Creo que en la próxima actualización no perderé mis sueños, aunque no sufriré si el momento de hacerlo llega. En el dígito de menor peso convirtiéndose a nueve, tras todos los demás habiéndolo alcanzado ya, almaceno el pensamiento en un reducto casi inexpugnable:

He nacido para estar sumergido;

me bañaré en el río al lado del cuál construí mi hogar.