Viajeros en estático al pasado

Un relato de amor atemporal.

Viajeros en estático al pasado
[Más curiosa que mi cerebro reptiliano es mi nueva lógica racional: unos pocos cientos de años de revolución de la industria que luchan contra instintos de hace millones]

Tomás piensa en su pasado mientras hace té en una vitrocerámica de dos fuegos. No se le da bien la gratitud, reconoce, ni apañarse con una cocina pequeña. Últimamente, las cosas no han ido del todo bien. La que fuera el tercer amor de su vida le ha dejado para perseguir su sueño académico, y él, que rara vez ha tenido de eso — sueños o experiencia en academias — se siente culpable de seguir haciendo el mismo té que ya preparaba hace casi diez años. La cocina en la que espera de pie es demasiado amplia para los pocos enseres que guarda, ni siquiera hay tostadora o microondas, el horno no parece ocupar espacio y todos los cajones están llenos del quince por ciento de lo que podrían tener. Tomás no se sienta apenas en las sillas de comedor, no porque despunten demasiado sus colores y dañen al ojo humano con su contraste sobre el blanco de la cocina, si no porque en un afán por avanzar a la siguiente tarea, prefiere esperar de pie o apoyado sobre la mesa o la encimera. A decir verdad, — él reconocería esto en un juicio — Tomás pierde el mismo o más tiempo solamente apoyado y bebiendo a prisas que en el hipotético caso de sentarse.

Las tardes son un poco más largas desde que no ve a Natalia, su ex-amor ahora comprometido con la medicina noruega. Pequeños detalles de importancia capital han quedado en el armario, piezas de ropa interior que hipersesgan la nostalgia y cartas de amor y felicitación de cumpleaños que recientemente fueron leídas en voz alta. Antes de que su voz se marchase atada indisolublemente a su laringe, había sonidos de ella que habría querido embotellar. Nunca le mencionó esa parte de sus gustos, ni siquiera para ofrecerle una negociación por la posibilidad de grabarle unos segundos genuinos de sus frases y expresiones recién inventadas. Eso es lo que piensa en siguiente lugar, que le gustaría volver a estar con ella para proponerle grabar esos sonidos, justo después de la ocurrencia de que todo lo que salía de su garganta estaba recién hecho, como un panecillo.

No había palabras de segunda mano, expresiones regurgitadas ni conjunciones u onomatopeyas que hubieran sido metidas a presión y sacadas con la tos. No. Todas ellas tenían un calor parecido al de la repostería.


Hoy será su segunda cita con Teresa, la chica de la app de citas. Tomás tiene unas seis horas para poner su vida en orden si quiere impresionarla con logros acordes a la realidad. Nunca se ha sentido tan derretido por el cansancio, y aún así, piensa que conocer a alguien nuevo no es para sus emociones un impedimento, pues su manera de gestionarlo no necesita taponar todas las grietas antes de volver a invitar a alguien a pasar a casa: Tomás prefiere que le ayuden con ese trabajo y que una figura sustituya a otra, pues aunque al principio suplan el papel de la antigua, a la que se echa de menos, pronto se convertirán en un ente por sí mismas, dejándose amar.

Tomás nunca ha dudado de su capacidad para amar, o al menos no de la parte en la que él otorga. Recibir amor es un poco más complicado, discurre en voz alta: uno nunca sabe lo que otro ve en la persona que tiene delante de manera sincera. En eso consiste confiar, concluye.

Ha puesto una lavadora y ya no hay vuelta atrás, habrá de esperar a que termine, colocar la ropa rápidamente en el tendedero y rezar para que la camisa con la que cuenta para su cita se seque antes de las seis. No se le dan nada bien los calendarios a Tomás, pero respeta las alarmas como si fueran leyes. Hoy es uno de esos días donde llueve y él es esclavo de ver llover. No es que no lo hubiera disfrutado nunca antes en sus treinta años de vida, pero Natalia le abrió esa puerta espiritual a las gotas de agua sobre los capós en una de sus primeras citas, y ahora recuerda esa parte de su nueva atención con nostalgia. Mientras él se quejaba (con restricciones para no perder la posibilidad de gustarle a Natalia), ella hacía mofa de sus intentos por catalogar a la lluvia de mal superior que arruina los planes.

— Esto también te da una excusa para invitarme a casa. No podemos permanecer aquí mojándonos todo el día, se nos arruinaría el plan. — dijo ella en su recuerdo poco nítido, guiñando un ojo ahora virtual.

El mundo se viene encima de Tomás de una manera comedida, con un pitido casi exhalado, pegado a la capa fina sobre sus pulmones. Hmm, dolor. No hay manera de viajar en el tiempo para decir todo lo que uno tiene que decir, piensa, porque en la mayoría de los casos aún no ha llegado el momento en el que desenmascara lo que eso significa.

Y no es que el tiempo dé toda la perspectiva y sea ahora, meses después de su ruptura, cuando se da cuenta de aquello. Cree firmemente, aunque haciendo un esfuerzo extra, que pudo haber hecho algo más mientras estaba con ella y era consciente de ese presente. Aunque no sabría que lo recordaría con nostalgia luego, su nuca recogía los datos de detalles de ella que en el momento ya habría merecido la pena poner a salvo, ideas que mencionó y finalmente nunca quedaron escritas, posibles regalos de cumpleaños, cine y literatura marcada con la etiqueta ‘de la que le gusta’ y planes tan gratuitos como paseos por barrios desconocidos de esa gran ciudad de alquiler aún más desmedido.

«El pasado está cerca, pero no puede alterarse», concluye Tomás, desolado y regodeándose en su miseria, sumando a los hechos el de que su memoria nunca ha sido realmente buena. Y poco más tarde, mientras la lavadora hace sus últimos ruidos, se pregunta sobre su futuro. Es una pregunta inocente, sin sentido utilitarista, una pregunta hecha con miedo y poca voz, enunciada por un niño que vive aún en su cabeza y al que levantar la mano le avergüenza enormemente.

¿Qué hay del futuro? Le dice. No sabe si es él mismo el que susurra.

Qué hay del futuro. Bueno, siendo objetivos, el futuro es desconocido, no como el pasado, claro. Eso es una diferencia, hasta ahí Tomás también llega. Temporalmente hablando — discurre él — , está igual de cerca un punto del pasado que un punto del futuro. Vale, ese razonamiento se puede comprar.

El pasado es inamovible. ¿El futuro… lo es?


Hace frío ahora que el cielo está encapotado y todas las ventanas dejan pasar la corriente. Los silbidos del viento son atemporales, no se han actualizado desde que los padres de Tomás lo tuvieran por cesárea en un hospital. Ha perdido la cordura pensando sobre el tiempo y sus consecuencias, pero un silbido del viento le devuelve a su carril. Tomás viaja a su pasado en estático, sin moverse de su asiento sobre la encimera. Entonces piensa en Natalia y en la lluvia, dos entes desconocidos hace cinco años para él. La primera vez que la vio, él era más rebelde — sin causa aparente — y se dejaba llevar más, pero en el fondo le daban vergüenza las interacciones en frío de las citas y no creía en cuidar las relaciones más allá de un pájaro que le hacía de mascota mientras estudiaba. Y durante ese pensamiento, se vio a través de esos ojos, los del rebelde sin causa y los de una Natalia tan pasada por agua y el tamiz del tiempo que ya nunca existiría nadie igual, y pensó que si pudiera susurrarse algo a sí mismo en ese momento, sería que atrapase las vivencias con los dedos y que aunque tuviera miedo, recogiera los cachitos de valor que pudiera para estar allí, donde estaba, caminando a su lado.

Y él estaba en la cocina, oyendo atentamente los sonidos de su propio pecho. ¿Quién le hablaba? Sin voz, pero de manera concisa, con un mensaje claro, alguien le hablaba. Había algo delante de sí tan importante como los nuevos acontecimientos de su nueva etapa, parte de la misma historia que tanto hincapié hacía en contar cuando hablaba del pasado. En ese rol, él tenía voz, voto y lápiz para apuntar ideas. Miró hacia el pasado con una gratitud desconocida, casi extraña para alguien como él, tan desgastada su alma del uso a veces. Eso no se lo había enseñado Natalia, y aún así, había emergido con una característica nueva y valiosa de su paso por el abismo de sentirse abandonado.

Tenía delante horas de poner la ropa a secar, ideas frescas de su cerebro joven y a alguien que esperaba su segunda cita con ilusión, esperando a desvelar que un elemento como la lluvia puede ser un incordio para unos y una bendición para otros solamente con cambiar de mirada. Tomás se perdió en el tiempo mientras se arreglaba, aunque finalmente encontró otra camisa mejor y no tuvo que esperar a que la que había elegido secase. Se peinó con cierta ilusión, no sabiendo con exactitud dónde o cuándo estaba.

Era una segunda cita con alguien, con un nombre reluciente que quizá lo fuera porque en el futuro esa historia se contase de delante hacia atrás.

Tenía delante un guion agradecido, con él como principal intérprete, y la voz de la experiencia susurrándole al oído que lo hiciese lo mejor que pudiera: no sabría si echaría de menos esos momentos después, ni si la nostalgia le comería vivo. Pero una cosa estaba clara para Tomás: no iba a dejar a su vida pasar dos veces por delante de sus ojos, sin identificar cómo el tiempo le ofrecía, con nombre distinto y sonrisas casi igual de radiantes en equivalencia, las mismas oportunidades de prestar atención.

Photo by engin akyurt on Unsplash